Ricardo Sánchez Candelas.

Ricardo Sánchez Candelas.

El Comentario

Franco y Ángel Guerra en la toledana Calle de La Sillería

Ricardo Sánchez Candelas
Publicada

Ya han pasado algunos días. Mejor así. Se ha conmemorado en estas fechas el cincuenta aniversario del fallecimiento del anterior jefe del Estado, Francisco Franco. No pude ni quise evitar que acontecimiento histórico de tal importancia pasara inadvertido en los comentarios de vivencias "comunes" que yo mismo, en mis andanzas toledanas en su compañía, mantenía con Ángel Guerra, el propio héroe que daba nombre a la novela de Benito Pérez Galdós.

Narración plenamente inmersa en el Toledo finisecular del XIX, escenario diseccionado por el novelista con realismo tan meticuloso que resulta ser el más depurado retrato de nuestra ciudad en aquellos años, requería protagonista que en su peripecia vital, tan de ida y vuelta existencial, estuviera muy identificado con la propia ciudad.

No podía ser otro cuyo perfil, en contraste con una sociedad como la toledana de la época, tuviese como actor principal a alguien cuya biografía personal encajara con exacta precisión en el prototipo de revolucionario que desde "La Gloriosa" de 1868, venía protagonizando las muy numerosas conmociones políticas que desde aquella fecha histórica perseguían un cambio radical de la historia nacional.

Ese era el Ángel Guerra al que yo acompañaba en aquellas andanzas toledanas. Y ese era uno de los escenarios que en aquel trajín callejero nos llevó en cierto día a la muy toledana calle de La Sillería. El removió en lo más hondo de sus sentimientos humanos, ya muy en declive su extremismo político, el recuerdo de su amor de otro tiempo en trance de olvido por pura extinción.

Y yo, por mi parte, llegada esta fecha de anotación necrológica de quien durante tanto tiempo ejerció como jefe del Estado, también he querido revivir, a manera de modesto protagonismo –anónimo, compartido, no solo personal–, un muy especial recuerdo de ese momento, de ese lugar, de esa calle tan del centro de Toledo.

Tan solo sea por subrayar que hasta los más trascendentes episodios históricos, los que en apariencia sólo ellos merecen la fastuosidad de las grandes solemnidades y las letras mayúsculas de sus narradores de turno, tienen también su minúscula épica, su propio lenguaje, quizá mucho más elocuente en su modestia que el presuntamente cierto de los grandes cambios de la historia, escritos con lamentable frecuencia por relatores con fidelidad a la verdad siempre disponible.

Como ejemplo doméstico me bastaba tan solo con rescatar en estricta literalidad algunos párrafos de aquel texto de mis andanzas con el héroe galdosiano.

"Y ya puesto cada cual a echar mano a sus recuerdos, no quise yo tampoco dejar de referirle a Ángel uno de los míos en aquel mismo lugar. Era la Cafetería "San Antonio" de la calle de La Sillería, quizá porque los más fieles de "El Español" de Zocodover presintiéramos ya su próximo cierre –próximo hasta cierto punto, porque cargado de vivencias toledanas, aún aguantó sin sucumbir hasta 1982–, punto de cita casi obligado de clientela mañanera muy heterogénea.

En "San Antonio"… nos reuníamos a diario en esa media hora oficial del receso mañanero que para muchos solía empezar a las nueve y terminar a las doce, al reclamo, ¡cómo no!, del café con churros o del carajillo con "sol y sombra" para los más aguerridos. …Pero en aquella mañana las cosas, por primera vez en muchos años en España, eran bien distintas.

El bullicio habitual, a veces rayano en el muy hispánico vicio del vocerío, había sido sustituido en un momento por un silencio casi sacral. Todas las miradas… se volvieron hacia el televisor que estaba encaramado a una repisa del local. En la pantalla apareció, desbordado por la emoción y presa de lacrimógeno patetismo, la imagen del presidente del Gobierno, señor Arias Navarro, que comunicaba a la Nación la primera noticia oficial y solemne de la muerte de Francisco Franco.

A mi ya nunca se me borraría aquella imagen. En realidad, más que la imagen, aquella brusca transmutación en enigmático silencio de lo que, casi hasta entonces –aunque el trascendente hecho ya se había conocido desde las primeras horas de la madrugada–, había sido animado charloteo de unos y otros en el matinal encuentro de "San Antonio".

Así se lo comentaba a Guerra cuando él me interrumpió con el propósito de averiguar el por qué de mi inquieta preocupación ante aquel extraño silencio. "¿Temíais alguna algarada revolucionaria, –me preguntó –, algún nuevo pronunciamiento como los de antaño? Bien podría haberos dicho por propia experiencia que si temierais ruido de sables, tranquilos podríais estar". "La sublevación militar –me afirmaba como quien habla con conocimiento de causa– o triunfa en media hora, apoderándose de los centros de autoridad, o en media hora se deshace".

Le respondí que no era exactamente eso. Todavía "estaba todo atado y bien atado". Más allá de lo impactante de la noticia, más allá incluso de la escenificación de la contenida llantina de Arias Navarro y hasta más allá del cúmulo de incertidumbres que, cada cual con sus motivos, podrían albergarse en todos los ánimos, me pareció ver en aquel dramático mutismo de la concurrencia de "San Antonio" el más elocuente de los testimonios, una vez más, ¡hasta cuando!, de la eterna división entre las dos –o veinte, o doscientas, o dos mil, ¡vaya usted a saber cuántas!– Españas.

¿Por qué callaba éste? ¿Por miedo? ¿Cuál era el motivo del silencio de aquel? ¿Una alegría que todavía no podía expresar? ¿Qué era lo que había paralizado la lengua del otro? ¿La verdadera pena por la muerte de un personaje con cuya vida y obra, él y todos los suyos, se habían sentido durante cuarenta años plenamente identificados? ¡Qué clamoroso silencio –para mí ya por siempre inolvidable– el de aquella mañana de noviembre en el "San Antonio" de la calle de La Sillería!

No sé por qué, pero tuve la irremediable impresión de que en aquel momento debieron empezar a escribirse otra vez –siempre volver a empezar– extrañas historias de renovadas venganzas, leyendas de odios que ya estaban muertos, proyectos de derribos de lápidas, estrofas de presuntos versos fatalmente condenados a no ser bellos, como las de aquel Libertad sin ira".

Hasta aquí la recuperación de algunos párrafos de aquel texto, la conversación con tan singular colega de andanzas toledanas. Del "San Antonio" de aquella mañana, que ya había sido "nuevo" escenario del novelado en la muy relevante y propia historia del abandonado amor de Ángel Guerra, apenas quedaba ya nada reconocible. Era nuevo asiento de lo que fuera la posada en la que se hospedó la tribu de Los Babel, la disoluta y estrambótica familia de Dulce, la gran perdedora de la novela, que allí cargaba sobre sus espaldas con el idilio en ruinas, una más, ocasionado por el arrepentido revolucionario.

Ese, la popular cafetería de "San Antonio", era, pues, como paisaje interior de un Toledo que todavía tenía otros muchos, –el café y los helados al corte de La Suiza, los soportales de Zocodover, los comercios de la Calle Ancha, las luces y sombras de Los Cobertizos, el Tajo aún con aguas no expoliadas y limpias, los "martes" todavía en "el casco"–, uno más de los que aún nos hacían nuestra ciudad identificable.

Allí quiso el calendario de las fechas históricas imprevisibles que, más que concurrido el reducido espacio del local, unos cuantos toledanos –quizá muestra bastante representativa de lo que podría ser la llamada "clase media" de la ciudad– recibiéramos la impresionante noticia oficial, voz temblorosa incluida de Arias Navarro, del final de una vida que, en realidad todos sabíamos que era el final de una época.

En estos días he vuelto a callejear por la calle de La Sillería. Sin prisas, con esa lentitud que piensa más en el tiempo que en el espacio, ajeno al bullicio del turismo invasivo, con el recuerdo puesto en aquellas fechas pasadas.

Como si ese enclave concreto de la ciudad tuviese una especie de vocación hostelera inamovible con el paso del tiempo, cincuenta años después –casi siglo y medio si la referencia es la novela de Ángel Guerra–, la cafetería "San Antonio" ha tenido hoy unos sugestivos sucesores. Así, comparten ahora buena parte de su antiguo solar un restaurante asiático – big house, para más señas (¡!)– y mucho más razonablemente un formidable establecimiento hostelero que con admirable respeto a la historia –sobre todo a la historia literaria del lugar– no ha dudado en ponerle de nombre, con plena propiedad, "Hotel Posada de La Sillería".

En este mi tranquilo pasatiempo callejero han vuelto a cobrar vida en mi memoria, salidas ahora al encuentro con el recuerdo obituario del acontecimiento rememorado en estas fechas, aquellas preguntas sin respuesta que me hacía a mí mismo ante el clamoroso y extraño mutismo colectivo de todos los presentes en el "San Antonio" de la calle de La Sillería.

Desde el tiempo de la cutre fonducha a la que Ángel Guerra nunca hubiera querido llegar no ha habido hasta hoy demasiados cambios en esa acera de esta calle tan interior de la ciudad. En particular, como si hubiera una misteriosa predestinación, no ha variado el frecuente uso hostelero de aquel lugar tan del centro de Toledo. Así, de aquella cochambrosa posada a nuestra querida “San Antonio” de entonces y, a su vez, de aquella “moderna” cafetería al actual Hotel "Posada de La Sillería" tampoco parece que hayan sido excesivas las variaciones.

Así al menos lo he visto yo en estos días en los que, en algún momento, he "reanudado" mi callejeo con Ángel Guerra. Sus preguntas sin mi respuesta, y las mías sin la suya. La verdad es que al final me ha parecido que nada ha cambiado.

Sobre todo, mi percepción apenas dudosa, mi triste impresión, de que tantos malos sentimientos que yo presentía ocultos bajo el subsuelo de aquel clamoroso silencio colectivo, casi simultáneo al televisivo "Españoles: Franco ha muerto" perviven hoy entre nosotros, tan invulnerables al cambio como ese propio paisaje interior de la propia calle toledana de La Sillería.

Ya otra vez sin ninguna compañía, –sólo con el golpeo en mi conciencia y en mi mente de aquellas preguntas sin contestación, apenas respondidas con indecisas premoniciones sombrías y descorazonadoras– he continuado bajando por la calle de La Sillería. Atrás dejaba el Casón de Los López, en su esquina con la calle un Cristo, crucificado y tallado sobre piedra y, casi de inmediato, la entrada a la recóndita y sin salida Plaza de Montalbanes.

Es corto el itinerario. La calle no da para más. Aunque con mi paso ya algo cansado es todavía suficiente como para constatar con inevitable tristeza que muchas de aquellas preguntas están teniendo hoy respuestas indeseadas y que casi todas las dudas de aquella mañana en el "San Antonio" de La Sillería se han convertido en certezas que nunca hubiéramos querido tener.

Ya al final de mi trayecto, de inmediato se abría a mi paso la puerta trasera de la Iglesia de San Nicolás. He entrado en ella a esa hora en la que sonaban las campanas de su torre que en su penúltimo reclamo convocan a la misa de mediodía.

En el templo vacío, desocupados y solitarios todos sus bancos, me rodeaba ese macizo silencio, de lejos parecido al de aquella mañana que aún permanece en mi recuerdo. Muy de lejos. Sólo parecido. Era otro silencio. No todos son iguales. Este de ahora me liberaba de soledad. Tanto, que he tenido la plena seguridad de que no estaba solo, de que allí había Alguien que escuchaba algunas palabras que, sólo del sentimiento, apenas pronunciadas, salían de mis labios. Paz, reconciliación, abrazos fraternos. No sé por qué, como en otro registro de mi pensamiento, también España, también Toledo.

Tengo la impresión de que ha sido lo más parecido a una oración.