Se cumplen ahora veinticinco años desde que comenzara mi trayectoria en la radio, ese medio al que yo había mirado desde niño como las vacas al tren porque salían voces de él sin venir a cuento. Todavía recuerdo desmontando el aparato negro de mi tío Alfonso para ver de dónde venían aquellos ruidos rodando por el dial. Y es que a la radio llegué porque estaba escrito; cada uno tenemos nuestro destino y solo es cuestión de verlo, buscarlo, encontrarlo y dedicarte a ello. Por eso, aquella primera mañana del mes de julio del 97 yo era feliz. Iba a pisar la emisora de Onda Cero en mi ciudad para hablar por ella. Me daba la vuelta e iba al otro lado, al de los diodos y Marconi, a las peceras y los micros, los cables y auriculares. Y aquí sigo, veinticinco años después, con las bodas de plata recién cumplidas y la misma ilusión o más que el primer día. Porque esto no se acaba ni se apaga ni se muere nunca.

Nos dieron por finiquitados cuando vino la televisión, el teléfono, el internet, las redes, el whatsapp, ahora el tik tok, youtube, twitch y el 5G. Y todas esas cosas han ido pasando y quedando, aunque de algunas ya ni recordamos su nombre. Pero la radio sigue sonando y latiendo a un mismo son y compás. Porque la radio es corazón, emoción y sentimiento o no es. Sencillamente por eso ha vivido tanto y continúa siendo tan joven. Porque no hay medio que mejor transmita la pasión que lleva dentro el ser humano. Para lo bueno y lo malo. Me he cansado de reír y llorar en la radio, porque es como la vida misma. Y ha habido días en que ni hablar podía cuando venían torcidas. Pero siempre estaba ahí porque el oyente sentía y hacía comunión con el locutor. Somos como los primeros cristianos de las catacumbas, una familia a uno y otro lado de la radio por la que se daría la vida y se abriría en canal. Podemos reñir y discutir y echarnos los trastos a la cabeza, pero la sangre de la radio une y llama desde el fondo de la tierra al arco de los cielos por donde arden y prenden las ondas en el firmamento.

No se me olvida la fecha porque coincidió con la liberación de Ortega Lara y días más tarde, con el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Recuerdo a mi madre en la radio, Lola Bravo, vivir con pasión aquellas horas y poner el medio al servicio de una ciudad pequeña como era la mía, para que por sus micrófonos corriera la ola de indignación que a todos entonces nos conmovía. Me bastaron diez días de profesión en Ciudad Real para ver las posibilidades del medio y aún hoy, insisto, no hay otro que transmita emociones con tanta potencia como la radio. Quizá la ausencia de imagen contribuya también a ello, aunque ahora estén los streamings. Pero, como dicen los maestros del micrófono, la radio es el medio del comunicador donde cuenta lo que dices y cómo lo dices. Todavía en nuestros días, más de cien años después de su invento, surgen formatos nuevos e ideas distintas. Internet ha venido a ser finalmente un aliado, igual que el teléfono, ya que por sus venas corren radio y podcasts, que son otra forma de hacer radio.

Veinticinco años frente al micrófono es una altura que da vértigo, porque sigue temblando la voz como al principio y el gusano atrapa al estómago cada vez que a él me asomo. El día que le pierdas el respeto al micro estás perdido y aunque lo siento como proyección del lugar sagrado de la casa y lo que soy, a su lado hay que estar vigilantes, en acecho siempre, como dice el Evangelio. No obstante, la naturalidad es la mayor fuente de comunicación, que tiene semas comunes a la comunión. Ahí es donde surge la tantas veces invocada magia de la radio, en la llama compartida de antorchas distintas en un solo fuego. Decía la canción “gracias a la vida, que me ha dado tanto”… A mí me dio la radio, que lo es todo. ¡Por otros veinticinco años!