El Alcaná

Barcelona, el miedo y el error de Puigdemont

21 agosto, 2017 00:00

La única consecuencia positiva que puede derivarse de un atentado terrorista como el del jueves en Barcelona es la unión de los lazos entre los miembros de una misma comunidad de personas. Lo hemos visto con el torrente y reguero de solidaridad que se ha desbocado entre los propios vecinos de la Ciudad Condal, pero también en el amor y cariño con que el resto de España, Europa y el mundo civilizado ha hecho suya la tragedia. Los catalanes de mil nacionalidades que paseaban por las Ramblas a las cuatro de la tarde eran todos parte de un cuerpo universal, el mismo que el fanatismo yihadista y el odio quieren cercenar. Establecer divisiones en este escenario es sencillamente suicida.

Porque el tsunami de amor desbordado que origina una acción como esta trasciende tanto fronteras, que es imposible levantar otras nuevas o inventárselas. El amor redime el mundo y el género humano, frente al odio; el amor, en el sentido más paulista y agustino del término. A su lado, no hay ensoñación ni fanatismo que disuelva sus lazos; al revés, los hace más fuerte. El atentado de Barcelona ha revelado que, como decía Sócrates, nada de lo humano nos es ajeno. Pero también que Cataluña recibe el calor del resto de España como hija suya, igual que una más. Y no porque lo diga yo, lo han dicho los miles de españoles que desde el jueves lloran con ellos lo ocurrido. Las calles, las concentraciones, los minutos de silencio ahí están. Nadie obliga a nadie a compartirlos.

Por eso es ininteligible que, cuando sufres un ataque frontal en el corazón de tu esencia, pongas el acento en lo que te separa frente a lo que te une al resto del mundo. Distinguir entre nacionalidad catalana y española a la hora de hablar de las víctimas es un sinsentido descomunal. Como hacer una rueda de prensa durante un momento crucial por partida doble para remarcar la Torre de Babel frente al Pentecostés que es la riqueza compartida de nuestras lenguas. De verdad, no puedo entenderlo. La única buena noticia frente al nacionalismo es que el estigma que lleva macerado dentro, quiebra y palidece al lado del amor y estima que el resto de España, Europa y el mundo han ofrecido.

Barcelona ha sufrido el ataque del yihadismo islámico como centro del orbe civilizado. Un atentado indiscriminado que retuerce las columnas del progreso, la cultura y el desarrollo alcanzados. Estos días las calles de la Ciudad Condal han generado un grito espontáneo: No tenim por, no tenemos miedo. Como ansia de libertad, grito desgarrado, reacción de orgullo y defensa de nuestra vida, no está mal. Pero la democracia avanzada y las sociedades abiertas exigen más. No tener miedo ante una amenaza visceral, potente y de cuajo es temeridad. Hay que tenerlo y sentirlo, hacerlo tuyo para determinar el alcance y el calibre del problema. Y racional y democráticamente, ante el Parlamento incluso como sede de la soberanía, consensuar y determinar una respuesta equiparable al desafío. No hay diálogo posible ni cesión que valga. O ellos o nosotros. O la civilización, el derecho, la ley y la libertad, o el sometimiento, la degollación, el ultraje, el machismo y la homofobia. No hay término medio. Aquí no valen medianías, entre otras razones, porque es cuestión de supervivencia. Tú no puedes razonar con quien quiere matarte a la vez que él procura su propia muerte. Hay que aniquilarlos, arrasarlos, devorarlos. De raíz, sin concesión. Es la guerra del siglo XXI y Occidente no se entera.

Y el Islam, el Islam de fondo. El Islam es una religión de amor y no de odio. No hay más que leer el Corán. No vale que alguien extraiga un párrafo del que pueda colegirse la guerra santa. El Antiguo Testamento está lleno de pasajes pavorosos de un dios guerrero y militar. Las literalidades son para los memos; las interpretaciones, para los inteligentes. El Islam tiene el problema de que no tuvo su Ilustración ni su Voltaire. Nadie de dentro ha sido capaz de cuestionarlo racionalmente. Alcanzó cumbres asombrosas con Averroes o Avicena, pero su civilización quedó estancada en el siglo XV mientras el resto del mundo avanzaba. Los primeros sufridores del terrorismo islamista son los propios islámicos, que deben ayudar a Occidente a su combate, porque también a ellos les va la propia vida.

Pérez Reverte, que ha visto de todo por el mundo en su época de reportero, acierta en el diagnóstico. Es una guerra santa donde unos están dispuestos a morir y otros no. Llevan las de ganar si no asimilamos que la libertad sólo se defiende cercenando de raíz a aquellos que la aprovechan para acabar con ella y que, en ocasiones, como dejó marcado Churchill para la Historia, eso requiere sangre, sudor y lágrimas. No nos dejan otra opción. No es una cuestión de afinidades electivas. Es la guerra.