Hace unos años me di cuenta de cuánto había cambiado la percepción y la relación de los humanos con los animales cuando una adolescente en un viaje escolar rompió a llorar desconsoladamente viendo una reata de mulas cargadas con los suministros habituales que se trasladan al refugio de la Laguna Grande desde la plataforma de Gredos.

A la chica hubo que explicarle que el trabajo que hacían las mulas y el mulero era algo natural y que en las condiciones de la montaña sólo se podría hacer con un helicóptero. Nada, no hubo manera, en su cabeza no entraba la idea de que alguien utilizara a un animal para desarrollar un trabajo que cualquier persona perteneciente a, simplemente tres generaciones o al mundo rural, consideraría como lo más natural del mundo.

El mundo Disney se ha impuesto de tal manera en la sociedad actual que el trabajo de los animales se ve por mucha gente como equivalente a la esclavitud entre humanos. Los animales son ante todo mascotas y animales de compañía. No pueden hacer ningún trabajo. Se cuestiona la hípica, la caza y ya no digamos, aquellos “trabajos animales” en los que es necesaria una doma o entrenamiento continuado. Esclavitud y tortura son dos términos que no es raro oír asociados a esas actividades.

La única relación posible entre humanos y animales, en el ideario animalista, es la del dueño y la mascota, mimada, tratada a cuerpo de rey y con todo el catálogo de la declaración de derechos incorporada a su naturaleza. El trabajo, bíblicamente considerado un castigo para los humanos ha sido desechado en el nuevo catecismo del animal humanizado. Se tienen perros y gatos para cuidarlos y no para que guarden la casa o el ganado, o cacen ratones. Lo mismo da la especie, la raza o lo extravagante que resulte la mascota elegida, trasplantada casi siempre a un entorno urbano y a un hábitat de reducidas dimensiones.

Razas de perros que siempre prestaron sus servicios al hombre en el mundo rural en el pastoreo, en la caza o en la guarda de las propiedades, son trasplantados al mundo Disney de sus amos. Un mundo que desgraciadamente está muy lejos de aquel entorno rural en el que los galgos corrían o los pastores alemanes o escoceses cuidaban ovejas o vacas.

Por eso, con los vientos que corren, se extraña uno de que la Consejería de Agricultura de Castilla-La Mancha se atreva a promocionar el trabajo animal con esa orden de hace unas semanas que otorga ayudas de hasta trescientos cincuenta euros anuales para el mantenimiento de perros mastines a los ganaderos  extensivos en zonas con riesgo de presencia del lobo ibérico.

¡Pobres mastines! como los hijos de Adán y cualquier humano maldecidos por el trabajo y subvencionados por la Junta. No hay derecho, coño.