A uno no le extraña que el cura del Viso de San Juan se quedara ojiplático el primer año que se encontró con el edificante espectáculo de un muñeco representando a un ahorcado colgando de la torre de la iglesia parroquial. El buen hombre, por lo que se ve, debido a su edad y a no haber nacido en el pueblo, no estaba acostumbrado a un espectáculo, al que desgraciadamente los que tenemos algunos años más y hemos vivido nuestra niñez en un pueblo, conocemos bien.

Lo de colgar y quemar al Judas era un rito que faltaba en pocos pueblos. Los encargados de la faena eran los quintos del año y uno recuerda que en su pueblo, como en tantos, el quemar el Judas se llevaba a cabo cuando la procesión del Resucitado llegaba a su punto álgido con el encuentro entre las imágenes del hijo, resucitado de entre los muertos y la madre afligida. Era el desahogo popular y castizo, tras una semana de Pasión y sufrimiento, que levantaba la hoguera contra el judío traidor personificado en el apóstol que vende a su maestro por un puñado de monedas. A uno de niño, le parecía un remate divertido y gamberro, que nos permitía quitarnos la congoja que nos habían echado encima a base confesionario, sermones truculentos, oficios de tinieblas y procesiones en las que no había otra que sufrir en silencio.

Los quintos quemaban al Judas previamente colgado de una horca y a los niños nos parecía el espectáculo más divertido y regocijante. El fin de fiesta en el que se tiraba el luto y por fin se podía cantar y dar voces contra alguien aunque fuera Judas. Luego, cuando uno ha visto esas películas ambientadas en el profundo sur de los Estados Unidos y ha visto los ritos del KKK con sus antorchas, sus túnicas blancas y sus cruces quemadas ha vuelto a aquellos Judas, ahorcados, quemados y reducidos a cenizas de su infancia. Afortunadamente eran otros tiempos, que no siempre en el pasado y en la infancia están la patria y el paraíso de uno.

El párroco del Viso de San Juan, al que uno imagina un cristiano católico de hoy, y muy lejos de aquel nacionalcatolicismo en el que la procesión acababa con la quema de Judas, con la asistencia en primera fila de cristos, vírgenes y autoridades religiosas, civiles, militares y mediopensionistas, es normal que reaccione en contra de un espectáculo en  el que uno encuentra cualquier cosa, menos el espíritu cristiano y católico que se le supone, al menos desde el Concilio Vaticano II.

Y para más inri, el hombre se ha tenido que callar porque “esto es cosa del pueblo y aquí no viene nadie a quitarnos nuestras costumbres".

Otro año más el Judas colgará ahorcado de la torre de la iglesia del pueblo y, como decía mi madre, habrá que decir que está muy bien. Muy cristiano, muy edificante y muy de Semana Santa, aunque sea laica.