Un nudo en el estómago. Eso es lo que se siente al leer que dos niñas en Jaén, sí, dos criaturas que apenas empezaban a vivir han podido quitarse la vida. No hay noticia que duela más, que paralice más que jóvenes que no quieren seguir viviendo. Que sacuda con tanta fuerza la conciencia y el alma.

No entiendo qué está pasando en esta sociedad nuestra, en la que los jóvenes deciden marcharse. O en la que otros deciden por ellos. ¿En qué momento dejamos de hacerles volar con alas de ilusión, de futuro, de ganas de vivir?

Quizá tenga algo que ver el encender la televisión y que todo lo que reciban sean noticias oscuras, desesperanzadas, que les pintan un futuro en blanco y negro, como si hubieran nacido en una distopía sin final feliz. Quizá tenga que ver que les hemos convertido en dependientes del "todo ya", alérgicos a la espera, impacientes por vivir sin haber aprendido a mirar, ni a esperar, ni a perder. Les hemos robado la paciencia, la que nosotros sí tuvimos cuando entendimos que todo llega en la vida… incluso el final. Pero ese final no se busca, no se adelanta, no se grita con desesperación desde el silencio.

Y lo peor es que, como sociedad, hemos llegado a un punto en el que ni sabemos, ni queremos cambiar las cosas. Porque todo vale. Porque hasta en las altas esferas se premia la mentira, se entierra la ética y se suprime la verdad si molesta.

Recuerdo cuando bastaba una mirada del padre para sentarte de golpe. Cuando un policía local te reprendía por cruzar en ámbar y sentías que habías cometido un delito. Cuando las patadas en el culo te las dabas tú mismo para llegar puntual a casa. Cuando tus padres sabían con solo mirarte qué te ocurría.

¿En qué estamos perdiendo el tiempo los mayores? ¿En qué distracción, en qué pantalla, en qué autoengaño? No estamos sabiendo salvar a estos adolescentes porque, quizá, tampoco sabemos ya vivir en la verdad. Ni en la belleza de la rutina, ni en la hondura de los sentimientos reales.

Nos hemos vuelto ruido. Un ruido que no deja escuchar el grito mudo de quien sufre. Un ruido que impide ver la tristeza en los ojos del que calla. Un ruido que silencia el alma.

Por eso hoy, más que nunca, urge volver al corazón. A la escucha, a la presencia, al cuidado. Urge decirles que la vida duele, sí, pero también abraza. Que no están solos. Que hay mucho por lo que vivir, aunque a veces parezca lo contrario.

Y si tienes un hijo, un sobrino, un alumno, un vecino adolescente… mírale bien. Pregúntale de verdad. Escúchale, aunque no hable. Abrázale, aunque no lo pida. Porque a lo mejor, ese gesto simple, esa presencia sincera, ese "te quiero, aquí estoy", puede salvarle la vida.

Quizás no sea todo culpa nuestra, pero ¿y si lo es?