Un día cualquiera intentas pedir cita para el médico, renovar un documento o consultar una simple duda o pagar una multa. Te arremangas, enciendes el ordenador y… empieza el calvario, tengas la edad que tengas. "Cree su usuario", "valide su identidad", "introduzca el código enviado a su correo (que nunca llega)".

Y tú, que solo querías hablar con alguien de carne y hueso, te ves frente a una pantalla que te odia. Pides ayuda a tus hijos y descubres que tampoco son magos: saben deslizar pantallas a la velocidad de la luz, pero si les sueltas un "firma digital" se les queda cara de examen de matemáticas.

Porque en el fondo lo que quieres es lo de siempre: alguien que te mire, que te diga "tranquila, mujer", y que con una grapadora y un sello te arregle la vida. Eso era eficacia. Eso era humanidad.

Hoy, en cambio, todo es aplicación, clave, código y desesperación. Lo que antes resolvías en una mañana en una ventanilla con olor a papel, hoy se convierte en una gymkana tecnológica que ni los concursantes de Supervivientes. Y al final, da igual la edad: todos naufragamos en este océano digital sin chaleco salvavidas.

No nos engañemos: los mayores se bloquean, sí. Pero los jóvenes tampoco salen indemnes. Porque una cosa es hacer scroll infinito en TikTok (que no es otra cosa que deslizar el dedito por la pantalla incansablemente, no se asusten, yo lo aprendí hace unos días) y otra muy distinta es tramitar una beca o un empadronamiento sin tutorial. ¡Ahí te quiero ver, campeón!

Antes ibas a la administración o empresa de servicios y salías con los papeles o, al menos, con alguien que te decía por dónde tirar. Hoy llamas a un teléfono cuya locución es automática y no entiende lo que dices, o si eres tan afortunada de ser atendida, sales con frustración, impotencia y ganas de llorar, porque lo que se ha perdido no es solo el servicio: es el trato, la orientación, la sonrisa de la ventanilla. Y eso también era alfabetización: la emocional.

Pero el nuevo analfabetismo no se queda en lo administrativo: también nos ha invadido el amor. Ya no se habla, se textea. Ya no se pregunta, se espía el "en línea". Ya no se ama, se reacciona con un emoji. Hemos aprendido a hablar con máquinas, pero hemos desaprendido a tocarnos el alma.

Hoy puedes hacer la compra, firmar una hipoteca y romper una relación sin pronunciar una palabra. Sin levantar la voz. Sin levantar la mirada. Eso sí: siempre que la aplicación no te dé error tras veinte intentos.

Y así, entre formularios, robots que no entienden nada y corazones digitales, vamos perdiendo la conversación, la mirada sincera, la presencia. Nos venden que la vida es más cómoda, pero en realidad nos están volviendo más torpes. Porque tanta facilidad mata la destreza. Y la tecnología, si no la usas con cabeza, te convierte en un analfabeto… administrativo y emocional.

Quizás por eso echamos tanto de menos lo de antes. No por nostalgia rancia, sino porque lo de antes funcionaba. Tenía alma. Tenía humanidad. Y encima era eficaz. Hoy, volver a lo humano —aunque sea con una pantalla delante— es un acto revolucionario. Pedir que nos atiendan, que nos escuchen, que nos amen… sin formulario ni contraseña, es la verdadera resistencia.

Porque, como decía Benedetti, "de tanto usarse, el alma se gasta". Pero también se gasta de no usarla.

Y ahora dime: ¿quién demonios nos enseña a querer… sin WiFi? Aunque, claro, viendo cómo va esto, lo más probable es que cuando inventen la aplicación para abrazar… también pida clave, contraseña y que aceptes las cookies.