Septiembre no entra con estruendo, pero tampoco pide permiso. Se cuela por debajo de la puerta como los recibos de la luz. Llega sin flores, sin brindis, sin posibilidad de réplica. Se presenta con olor a goma de borrar, a bocata envuelto en servilleta reciclada y a madrugón que escuece más que el salitre en una herida. Volvemos. Todos. Al colegio, al curro, al atasco, al tupper de pasta sin gracia. A la rutina que, aunque a veces parezca una condena, es el único sitio donde sabemos sobrevivir sin GPS. Volvemos con la sonrisa forzada, con el bronceado fingido y la nevera medio vacía. Eso sí, el móvil a reventar de instantáneas que nos devuelven al abrirlas una sonrisa boba.

Los niños, arrastrando mochilas tamaño mudanza y deseando que el recreo dure toda la vida. Los padres, haciendo malabares entre el Excel y la lista del súper. Y los profes… ay, los profes. Héroes con nombre propio que vuelven a plantar conocimiento en tierra cada vez más pedregosa.

Y luego está el trabajo. Si lo tienes, claro. Porque no todos vuelven al mismo sitio: algunos vuelven al paro, otros a la cuerda floja de un contrato que no da ni para Netflix. Los autónomos regresan al mismo infierno, con la diferencia de que ahora hace menos calor. Porque emprender en este país es como ir a la guerra con una cuchara. Y, mientras tanto, ahí están ellos: los políticos, los de siempre, peleando por el micrófono más que por las soluciones. Las mismas promesas tuneadas del curso anterior. Las mismas frases hechas que no llenan el carro de la compra ni calientan el salón. Mientras tú piensas si dar de baja el gimnasio o renunciar al vermú, ellos siguen midiéndose en titulares. Como si con eso bastara.

Pero aún con todo, hay belleza en volver. Porque volvemos distintos. Un poco más conscientes, un poco más cansados, pero con la piel aún salada de los abrazos de verano. Volver también es un acto de fe. De amor. De seguir cuando todo invita a quedarse quieto.

Heráclito decía que uno no se baña dos veces en el mismo río. Pero es que nosotros ni tiempo tenemos de meternos en el agua. Eso sí: la rutina, aunque repetida, nunca es igual. Porque nosotros ya no lo somos. Ni la esperanza, ni el miedo, ni las ganas.

Y aún quedan rescoldos: el beso mañanero con legañas, el paseo al atardecer donde se habla de todo y de nada, la merienda improvisada con galletas y confidencias. Los pequeños fuegos que no hacen ruido, pero calientan.

Volver no es rendirse. Es pelear con elegancia. Es recordar que la vida no siempre es épica, pero puede ser profundamente entrañable. Que en los lunes hay espacio para los milagros. Que en lo cotidiano también hay poesía, si te atreves a mirarla sin cinismo.

Así que sí, hemos vuelto. Y no es poco. Porque en este mundo que va a mil y no espera a nadie, tener un sitio al que volver… ya es un privilegio.

Volver… qué verbo tan humano. Tan de seguir queriendo, aunque cueste. Tan de recomenzar. Y en este mundo que corre sin freno, tal vez volver sea lo más valiente que podemos hacer.