"Padre, que le han hecho al río que ya no canta…", cantaba Serrat con la voz rota por el tiempo y por la tierra. Escuchando esta canción y viendo las desgracias de este abrasador verano, una no puede evitar pensar qué le han hecho también al monte, al campo, al silencio de los árboles y al susurro limpio del viento cuando rozaba las hojas como quien acaricia a un hijo dormido.

Hoy ya no canta el río, ni florece sin temor la jara, ni pasta libre la oveja, ni pare tranquila la vaca. Hoy manda la ley que nace de un despacho con suelo de moqueta y que ignora cómo se cría un cordero, cuánto tarda en hacerse la leche queso y qué respeto sagrado requiere el nacimiento bajo un nogal en calma.

Los montes, esos que nos protegieron del sol y del miedo, hoy arden. No por voluntad divina, sino por la negligencia humana. Por quienes prohibieron al pastor caminar su sierra. Por quienes multan al agricultor por pintar la realidad de verde y tierra, como si el campo debiera ser invisible. Por quienes temen más a la guadaña que al fuego. Y así se nos van quemando las entrañas.

A veces parece que hemos olvidado que el monte es un ser vivo. Que necesita ser caminado, respirado, amado. Y que necesita del hombre que lo cuida, no del que lo encierra. Porque el verdadero ecologista fue siempre aquel que olía a sudor, a ganado, a pan de hogaza y al polvo del camino.

Hoy los buitres sobrevuelan a las criaturas recién nacidas porque la ley les impide a sus madres morir con dignidad. Hoy hay multas por cortar leña y silencio ante hectáreas que arden. Hoy se castiga al que vive en la tierra y se premia al que la ignora. Dicen que somos civilizados. Pero no hay civilización que justifique que la madre Naturaleza ruja de dolor mientras nosotros la observamos desde una pantalla. Que la memoria rural se convierta en delito. Que ya nadie sepa cómo huele un campo en septiembre ni cómo suena un rebaño bajando la colina al atardecer.

Yo crecí escuchando a mi abuelo silbar con el viento, con las manos llenas de tierra y la cabeza llena de sabiduría que no aprendió en ningún libro. Él conocía el lenguaje de las nubes y le hablaba a las vacas como quien habla con Dios. No sé si hoy lo multarían por tener las uñas manchadas de estiércol. Pero lo cierto es que a él, como al río, también le han hecho daño.

No quiero vivir en un mundo donde la vida se catalogue con códigos y sanciones. Quiero un mundo donde aún se pueda pastorear al amanecer sin sentirse un intruso.

Donde los niños aprendan que un árbol no se siembra desde un informe, sino desde la ternura y el compromiso.

Padre, ¿qué le han hecho al río? Le han robado el canto. Como al monte, al cielo, al alma.

Pero aún estamos a tiempo.

Volvamos a caminar el campo. A mirar a los ojos al animal. A reconocer que el fuego más peligroso no es el que arrasa árboles, sino el que calcina la conciencia. Que no se apaga con agua, sino con humanidad.

Y cuando pregunten qué llevas en el pecho, no digas corazón. Di: "Llevo un campo dentro que no quiero que arda". Porque solo así, quizá, el río vuelva a cantar. Toda mi preocupación y apoyo por esos pueblos que ya no existen, por esas casas que dejaron de serlo y por esa preciosa gente que hoy lo perdió todo.