Sé que mi columna de hoy va a crear controversia, pero a veces hay que cuestionarse determinadas qué situaciones para, cuanto menos, pensar o reflexionar sobre ellas. Y esto es lo que una conversación entre adultos después de una comida me llevó a esta reflexión. Es evidente que tradicionalmente la sociedad ha medido el valor de las mujeres por su capacidad de ser madre, hasta hace bien poquito, me inclino a decir, todavía hoy, es un tema que genera incomodidad y silencios eternos. Pero ¿qué significa realmente ser feminista en este contexto? ¿No debería el feminismo ser, ante todo, un movimiento que defienda la libertad de elegir el propio camino, sin imposiciones sociales ni morales, pero, justo?
El feminismo ha luchado durante décadas porque las mujeres tengan el derecho a decidir sobre sus cuerpos, sus carreras, sus relaciones. Sin embargo, el tema de la maternidad sigue siendo un terreno minado. La mujer que decide no ser madre, o que no puede serlo, a menudo se enfrenta a preguntas cargadas de juicio, como si su vida fuera menos plena o digna. Para mí evidentemente esto no es así o no debería ser así.
Está claro y, esto a menudo se olvida para el resto de los mortales que, las mujeres que han tenido hijos han hecho enormes sacrificios — personales, profesionales, económicos — que no pueden ser ignorados. Han invertido tiempo y energía en criar a la próxima generación, una labor que en la mayoría de los casos ha recaído sobre ellas con poca ayuda o reconocimiento, sin mencionar las renuncias voluntarias a muchos de sus sueños. Y también es evidente que, en un sistema de pensiones y seguridad social, esas mujeres que han dedicado años a la maternidad y crianza serán quienes, en gran medida, sostengan las pensiones de quienes no han tenido hijos voluntariamente. ¿Esto es justo? Es un delicado equilibrio social y económico que invita a reflexionar.
Lo que suscita una nueva pregunta: ¿Cómo se equilibra la libertad individual de no tener hijos con los desafíos sociales que esto plantea en el marco del sistema actual?
Envejecer sin hijos puede verse como una experiencia que desafía los modelos familiares tradicionales y las expectativas culturales. Pero es también una forma de libertad, una elección consciente que muchas mujeres hacen para construir una vida rica en otros sentidos: afectos, proyectos, amistades, cuidados. Esta decisión, lejos de ser un vacío, es una afirmación de autonomía. Partimos de que la libertad de elegir es un derecho fundamental. Pero ¿podemos ignorar las responsabilidades sociales que conlleva vivir en comunidad? Cuando algunas mujeres optan por no ser madres y al mismo tiempo disfrutan de privilegios económicos que no habrían sido posibles si hubieran asumido las cargas y sacrificios de la maternidad, surge un dilema ético. Esa riqueza o bienestar, muchas veces logrado sin contribuir a la continuidad generacional, puede verse como un acto egoísta cuando no se acompaña de un compromiso real con el tejido social que sostiene a todas las personas.
No se trata de reprochar a nadie su éxito o su estilo de vida, sino de reflexionar sobre la interdependencia que todos tenemos. Si una parte importante de la población femenina se libera de las cargas maternas y acumula recursos sin contribuir a ese ciclo vital, ¿qué pasará con la equidad social a largo plazo?
El feminismo, en su esencia más profunda, debería convocar a una reflexión honesta sobre la justicia social, no solo en términos individuales sino también colectivos. No basta con reclamar derechos sin asumir también las responsabilidades que nos unen.
Hay que modificar la base para que ambas decisiones para la mujer – ser madre o no serlo- la lleven a conseguir sus metas, objetivos y sueños, y en este caso me atrevo a decir que, un real equilibrio en el plano social y de seguridad social.
La responsabilidad de sostener ese sistema no debería recaer en las decisiones reproductivas individuales, sino en una política pública equitativa y sostenible, y esto hoy no es así.
La reflexión está servida, juzguen ustedes mismos si la situación es justa.