Para celebrar mi cumpleaños, me fui con mi amiga Ángeles, esa que cada viernes les suelta sus demonios desde este mismo periódico, a visitar los campos de lavanda de Brihuega.
Que no es lavanda, es lavandín, un híbrido de lavanda y espliego según me explica mi amigo Enrique García Gómez, ingeniero forestal y doctor en Ciencias Ambientales. Quique tiene en el horno un libro maravilloso en el que habla de estas y otras verduras silvestres con ese estilo didáctico y entretenido que lo ha convertido en una referencia indiscutible tratándose del reino Plantae.
Más botánica. Las tres variedades pertenecen al género lavándula y son primas del romero y del tomillo dentro de la familia de las lamiáceas. Tienen una pinta muy parecida, con tallos perennes y hojas violáceas, y, con ciertos matices, comparten origen, utilidades y distribución.
Desde antiguo han tenido usos ornamentales y se han cultivado para obtener aceites esenciales con destino a perfumería y cosmética. En las últimas décadas, se han popularizado las plantaciones industriales de lavandín, que se adapta muy bien a suelos básicos, fundamentalmente calizos y pedregosos, a la escasez de precipitaciones y a los fuertes contrastes térmicos entre el invierno y el verano.
Con estas pinceladas de geología y física de la Tierra, vamos a la geografía. En Castilla-La Mancha contamos con 5000 hectáreas de cultivo y 3000 de ellas están en Guadalajara. Brihuega tiene un millar y ha hecho Jardín del Alcarria seña de identidad y puntal del desarrollo, gracias, fundamentalmente, al turismo.
Pasamos a las ciencias sociales. Los productores dicen que no es rentable, que hay demasiados intermediarios y que las administraciones no realizan una apuesta clara por la producción. Sin embargo, te das una vuelta por Brihuega un lunes de julio y descubres un pueblo lleno de vida y de visitantes que adquieren derivados de la lavanda en el comercio local, incluso en carnicerías, así como tarifas hoteleras que constatan el auge del mercado. Al caer el sol, los campos se llenan de abejas y de color, de paseantes que relajan los sentidos, de fotógrafos y de (mucha) gente que posturea.
Si acaricias esas espigas saturadas de azules, lilas o violetas te impregnas del aceite esencial que la planta sintetiza para protegerse de microorganismos, ahuyentar depredadores o atraer insectos polinizadores. Ah, la biología otra vez. Y la química, porque a los humanos también nos fascina esa fragancia de efecto calmante y ansiolítico, ese combinado complejo que contiene compuestos aromáticos y volátiles al que también se atribuyen propiedades antiinflamatorias, antioxidantes y antimicrobianas.
Quizá por eso hemos aprendido a destilar. Ya Taputti-Belatekallim, una mujer que vivió en Babilonia hace 3000 años, elaboraba perfumes para el rey usando flores, plantas y técnicas de destilación. María la Judía, una alquimista que pudo haber vivido entre los siglos I y III de nuestra era, también destilaba con un par de inventos que se consideran precedentes de nuestro alambique. Pero la creación más célebre de María es ese baño caliente con el que cuajamos flanes, fundimos chocolate o ligamos la salsa holandesa. Que no podía faltar un poco de historia, tal vez en el límite con la leyenda, en esta aproximación científica a las lavándulas.
Hasta 60 kg de aceite esencial se pueden obtener por hectárea de lavandín destilando las espigas cosechadas a lo largo del mes de julio. Cuando tengan en sus manos el libro de mi amigo Quique sabrán también que las flores y hojas se pueden tomar en infusión y que el polvo de flores secas es un extraordinario aderezo para verduras, pastas o risottos, así como para preparados con pollo o cordero.
Hasta una receta de vinagre de lavanda les ofrecerá este experto forestal que de química sabe un rato. Aprovechando la escapada a Brihuega y los privilegios que brindan los amigos y la documentación, en algún lugar de Toledo unas flores maceran en ese medio ácido que les ha birlado todas las antocianinas, los pigmentos responsables de su preciso color. En breve tendré un vinagre rosado, fresco y floral, con el que me propongo elevar mis modestas ensaladas a la considerable altura del verano alcarreño.