No es obligatorio haber sido madre ni padre, ni haber sufrido un despecho, ni siquiera tener el hígado en rebelión para comprenderlo. Basta con haber habitado en el mundo con cierta conciencia. Porque a todos, alguna vez, nos ha tocado atravesar eso que los libros tiñen de tragedia, pero que en la vida real se llama, con llaneza y resignación: no poder dormir.
Últimamente, motivos no faltan. Entre apagones que parecen ensayados y orquestados, trenes saboteados y familias enteras durmiendo en las estaciones, procesos judiciales que se abren como heridas mal cerradas, y hasta este mayo remolón que se resiste a traer el calor, hay más de una vigilia rondando nuestras noches.
Decir "insomnio" suena técnico, clínico, aséptico casi es una trampa semática. Lo nuestro, en cambio, son noches en vela: esas que se cuelan por la rendija del alma y se instalan entre la nuca y el estómago como si allí tuvieran derecho de residencia. Son las viejas conocidas: las noches toledanas de toda la vida. Largas, inquietas, cargadas de pensamientos que no se quitan ni con tila, ni con series escandinavas, ni con mantras bienintencionados.
Las noches en vela tienen algo de herencia. Se transmiten, casi sin querer, de generación en generación. Las primeras suelen venir disfrazadas de romanticismo. Qué dulce castigo, el de no dormir por alguien que no responde, mientras una le redacta mentalmente una saga entera -novela y media, si hace falta-. Cada tic-tac del reloj se convierte en escena imaginada, en diálogo inventado, en fantasía sostenida por la esperanza o el autoengaño. Hasta que amanece. Y entonces, lo único que ha pasado es otra noche sin respuesta.
Luego llegan las vigilias del desamor. Se parecen a las primeras, pero sin mariposas: sólo queda el nudo, la lágrima, la almohada húmeda, la nariz roja. El corazón, convertido en editor implacable, repasa cada escena, subraya en rojo los errores, y relee lo vivido como quien busca explicaciones que no calman. Se duerme menos, se siente más, y una aprende que el olvido tiene horarios crueles.
Y cuando ya se cree conocedora de todo lo que una noche en vela puede ofrecer, llegan los hijos. Primero porque lloran. Luego, porque no caminan. Después, porque no llegan. Y ahí está una: en bata, con el móvil en una mano y el alma en vilo, mirando la puerta, el reloj y la ausencia con idéntica ansiedad. Qué acto de amor tan silencioso, ese de esperar a una hija que aún no ha vuelto mientras, mentalmente, se calienta la sopa y el castigo. Son esas noches en las que el amor y el miedo duermen juntos en el sofá, con una en medio, abrazando ambos sin escapatoria.
Y qué decir de la enfermedad. No sólo la propia, sino -sobre todo- la de quienes queremos. Las noches junto a camas ajenas, pendientes de monitores, de suspiros, de oraciones. Ahí no hay literatura que consuele ni ritual que apacigüe. Sólo queda estar. Sostener la mano. Rogar en silencio a quien sea que escuche.
Pero no todo en la noche es sombra. A veces, en mitad de esa vigilia sin nombre, aparece una rendija de claridad. Esa bailarina silenciosa musa de una frase que se convertirá en poema, una idea que germinará en novela, una certeza que, más adelante, dará consuelo. Porque el alma, cuando no duerme, también trabaja. Llora bajito, piensa alto, reconstruye lo que el día desordena. Busca su manera de sanar.
Curiosamente, al día siguiente, nadie lo nota. Una va al trabajo, al supermercado, a recoger a los niños. Y ahí está: ojeras con dignidad, como si hubiera dormido ocho horas abrazada a Morfeo. Pero no. Ha pasado la noche entera abrazada a sus pensamientos, revisando conversaciones nunca dichas, ensayando respuestas que ya no importan.
Así que sí: benditas sean, también, las noches en vela. Porque incomodan, sí, pero nos recuerdan que estamos vivos. Que aún sentimos. Que vivir, a veces, es precisamente eso: no poder dormir. Por amor, por temor, por cuidado, o porque hay almas que no saben apagarse con la persiana.
Y aunque parezcan eternas, también ellas pasan, y la mejor cura, buscar tu paz interior. Como todo. Hasta la más toledana de las noches tiene su amanecer.