Hay versos que cuando te los regalan no se olvidan. Palabras que no se declaman en el interior de tu mente, se rumian en tu ser. Se mastican con el alma hasta que una, por fin, las digiere. Y existe uno, para mí, que lleva toda la elegancia británica y toda la claridad universal de quien ha entendido de qué va esta extraña fiesta que es la vida. Es de Kipling, claro, y dice:
"Si puedes encontrarte con el triunfo y el desastre,
Y tratar a esos dos impostores de la misma manera…"
No hace falta que uno haya cruzado el mundo con un saco de esperanza a las espaldas para comprender que ese par de palabras –triunfo y desastre– son las dos máscaras favoritas del destino. El poema If, Sí en castellano, podría decirse que es en sí mismo un consejo paterno, de esos que ya no se dan con la voz, sino con la vida. Es una lección de humildad que viene con guante de seda y puño de acero. Y así fue como lo descubrió alguien muy importante para mí, se lo regaló su padre manuscrito acompañándole siempre, y así me lo compartió para esponjar mi alma.
En verdad vivimos en una era donde el triunfo se celebra con tracas, selfis y titulares, mientras que el desastre se disimula con filtros, cinismo, negación y frases motivacionales de taza de desayuno. A nadie le gusta perder. A nadie le gusta que le vaya mal. Y, por supuesto, a todos nos gusta ganar, que nos aplaudan, que nos admiren, que nos den una palmadita en la espalda, aunque solo sea por el hecho de haber aparcado bien.
Kipling, con esa pluma increíble y esa envidiable flema inglesa que no teme a la verdad, viene a decirnos que ni el éxito ni el fracaso son lo que parecen. Que son impostores, farsantes, intrusos que se cuelan en nuestra mente y corazón para robarnos la paz, a inflarnos el pecho como los pavos o a desinflarnos el alma como un globo, dependiendo del día.
¿Y cómo se reconoce a un impostor? Pues como a una mala película, por sus falsos diálogos, por sus escenarios superpuestos o porque simplemente no es creíble. Cuando el triunfo llega de la mano del trabajo, del amor, de la amistad o por cualquier otra mano, si no se mira con los ojos bien entrenados, puede hacernos sentir superiores, intocables, casi eternos. Pero no lo somos. Porque nada es eterno y ganar hoy no garantiza hacerlo mañana por muchas tretas que se utilicen. Y el desastre, ese viejo náufrago conocido por todos, llega sin darte cuenta, se instala en tu casa y no hay manera de echarlo como no te andes lista. Hay que estar preparados para quitarle su fea máscara y que de nuevo luzca nuestra cara.
Tratar a ambos "de la misma manera" no significa que haya que vivir con indiferencia o sin pasión. Es vivir con cordura y temple: ni venirse arriba con el aplauso, ni hundirse con la caída. Aprender a ver el telón de fondo. Saber que la función sigue, con o sin ovación.
Y esto, que parece un consejo para héroes, es en realidad una llamada a la humanidad más profunda y para todos y cada uno de los personajes que habitamos este mundo, por eso estos versos son venerados con el paso del tiempo. Kipling no dice: "Huye de ellos". Dice: "Míralos a los ojos, reconócelos, y no te dejes engañar".
Lo que de verdad nos define es cómo seguimos caminando cuando no hay aplausos, ni focos, ni likes. Cómo nos tratamos a nosotros mismos cuando el triunfo se va y el desastre se sienta a la mesa. Porque, al final, somos lo que resistimos sin perder el alma.
Kipling no escribió su poema para su hijo. Pero cuando una piensa con ternura en el futuro, e incluso en el presente de tus hijos cuando su personalidad ya está marcada, y ya han vivido los zarpazos de ambos impostores a su escala, no hay mejor regalo que ese, un poema que los acompañe siempre. Que lean de adolescentes y que reciten en voz baja si el primer amor les deja. Palabras que les den abrigo en días fríos, que guarden manuscritas en el cajón de su escritorio, y que los acompañen, años después, como un susurro firme cuando les toque enseñar a sus propios hijos a distinguir a los impostores.
Al final, entre tanto ruido, queda esto: una línea clara, sencilla, poderosa. Un verso como un faro. Y uno, si quiere hacerle un bien a quien ama, debería regalarlo como se regalan los talismanes. Porque los impostores nunca se van. Pero con ese verso en el bolsillo, al menos, uno ya sabe quiénes son.