Ya llueve menos. El cielo no sabe si reír o llorar. Algo parecido a cuando cumples años y te dicen que lo importante es celebrarlo con salud. Y sí, claro, con salud, pero también con un Ibuprofeno en la cartera y un "ya no tengo edad para esto" al borde de la lengua.
Los cumpleaños son, en teoría, una fiesta. Una fecha para rendirle culto al milagro de haber nacido. Aunque si lo piensas bien, tú no hiciste nada. Nacer fue cosa de tu madre con previa ayudita de tu padre. Lo tuyo vino después: caerte, levantarte, pagar impuestos y fingir entusiasmo cada vez que te cantan el "Cumpleaños feliz" desafinando con entusiasmo homicida.
Y, sin embargo, ahí estamos cada año: comprando velas, soplando promesas, contando mensajes de WhatsApp y agradeciendo a gente que no vemos desde el 2007.
Los egipcios fueron los primeros. Celebraban el cumpleaños de los faraones, pero ojo: no cuando nacían, sino cuando se convertían en dioses. O sea, ni los cumpleaños eran realmente de nacimiento. Ya desde entonces había expectativas imposibles. A los mortales comunes, ni un pastelito. Solo a los divinos se les hacía fiesta. Como ahora, que algunas celebran sus 50 en Bali, con fuegos artificiales y fotógrafo profesional, mientras otras se conforman con una tarta Carrefour y una vela torcida.
Los griegos, románticos como siempre, le pusieron poesía al asunto. Empezaron con los pasteles redondos, símbolo de la luna, y les clavaban velitas encendidas como ofrenda a Artemisa. Querían que la luz llegara a los dioses. Hoy, en cambio, quieres que la luz no te llegue directo a la cara porque marca todas las arrugas.
Los romanos vinieron después. Hicieron lo que hacen siempre: copiarlo todo y meterle vino. Celebraban los cumpleaños de los hombres importantes. Las mujeres, como era de esperar, debían esperar. Parece que cumplir años no era digno de festejo si no habías conquistado media Galia o no te llamabas Julio César. Como si llegar a los 53 sin perder la cabeza, la paciencia o las ganas no fuera un logro épico.
Hoy en día, cumplir años es una mezcla de ritual, performance y acto de resistencia. Sonreímos para la foto, agradecemos con un corazón rojo y un emoji de pastel, y por dentro piensas: "¿Cómo puede ser que pasaran tantos años tan rápido si todavía me acuerdo del primer beso, del primer miedo, del primer error?". La vida se acumula como libros espontáneamente apilados en una estantería: desordenada, preciosa, llena de historias y sueños que nadie ha leído del todo.
Y entonces llega el momento. 53. La edad en que ya no te disculpas tanto. Ya no necesitas aprobación, ni permiso. No es que no duela —porque duele, claro que sí—, pero aprendiste a vivir con el dolor como quien vive con una planta difícil: se la riega, se la cuida, se le habla bajito y se acepta que a veces se marchita sin avisar.
Cumplir 53 siendo mujer es un acto político y poético, discúlpenme los señores porque ustedes con canas están divinos, no tanto con la barriguita (pero eso es harina de otro costal). Es descubrir que el cuerpo ya no obedece tan fácil, pero tampoco te domina. Que el deseo no se fue, solo aprendió a elegir. Que hay arrugas que cuentan cosas y cicatrices que ya no avergüenzan. Que el espejo a veces es amable, y otras veces no, pero ya no tiene tanto poder como antes.
Y sí, hay días en que quieres volver atrás. Volver a los 30, aunque sea por una tarde, con la piel tersa, las certezas nuevas y la torpeza intacta. Pero también hay algo hermoso en saber que no volverías a cambiarte por tu yo de antes. Porque hoy sabes más, dudas mejor, eliges distinto.
Los cumpleaños comenzaron como un ritual de protección contra espíritus malignos. Y, de alguna manera, siguen siéndolo. Porque en cada vela encendida hay un deseo callado, en cada abrazo hay una pequeña redención. Porque mientras alguien te diga "feliz cumpleaños", aunque sea con voz de audio a las once de la noche, todavía hay algo que sigue brillando. Aunque llueva. Aunque duela.
Y aunque tengas 53 y ya no quieras fiesta... pero sí pastel.