Las salas de hospital se han vuelto un escenario recurrente en mi entorno, como si la vida, en su irónica danza, quisiera recordarme la fragilidad del cuerpo. Las intervenciones quirúrgicas se suceden como capítulos de una historia donde la enfermedad y la esperanza se entrelazan. Y entonces pienso en quienes visten bata blanca, esos arquitectos de la carne que, con manos firmes y mentes agudas, reconstruyen lo que el destino desmorona. Los vemos como dioses del bisturí, infalibles, inmunes al mismo desgaste que combaten. Pero ¿qué hay de ellos? ¿Dónde depositan su propio agotamiento, sus dudas, sus miedos? ¿Quién sana a los que sanan?
En la fragua de la existencia, donde el cuerpo humano es un enigma indescifrable para la mayoría, los médicos ejercen el noble arte de la sanación con la misma devoción con la que un escultor cincela la piedra en bruto. No hay en su labor simple mecanicismo, sino un fino equilibrio entre ciencia y humanidad, entre el pulso firme y la compasión que endulza el bisturí. Su destreza no se mide únicamente en la precisión con que manejan el instrumental quirúrgico o en la certeza con la que diagnostican dolencias invisibles, sino en la entereza de espíritu con la que se enfrentan a la fragilidad de la vida y a la inminencia de la muerte.
Pocos oficios requieren una vocación tan absoluta. La medicina no es una carrera, es una renuncia; no es un trabajo, es un destino. Desde los años de estudio en la universidad, cuando otros jóvenes disfrutan la ligereza de la juventud, los médicos se sumergen en la disciplina férrea de los libros, los turnos interminables, las noches en vela. No hay en su camino una promesa de riquezas, sino una certeza de sacrificios. Y sin embargo, avanzan, porque en su corazón late la convicción de que cada vida salvada es un triunfo sobre la sombra, un pequeño milagro en una lucha desigual contra la enfermedad y el tiempo.
A menudo se les exige que sean dioses, cuando no son más que humanos. Se les reclama infalibilidad, cuando cargan sobre los hombros la misma fatiga, las mismas preocupaciones y los mismos pesares que cualquiera. ¿Cómo desligar su corazón de la tragedia de sus pacientes? ¿Cómo apartar la angustia del rostro de una madre que suplica por la vida de su hijo? No pueden permitirse el lujo del llanto ni la debilidad del desaliento, pues el quirófano, la consulta y la sala de urgencias demandan de ellos una fortaleza inquebrantable. No hay desvelo ni pena que pueda interrumpir el pulso sereno con el que sujetan el bisturí o recetan la cura precisa. Viven atrapados en un equilibrio imposible entre la empatía y la distancia emocional que les permite seguir adelante.
Y pese a todo, el mundo los olvida. La admiración que antaño revestía su figura se ha diluido en la costumbre de lo cotidiano. Se han vuelto invisibles, sus esfuerzos asumidos como un deber más que como un acto de entrega. La sociedad, que se encomienda a sus manos en los momentos de desesperación, no siempre se detiene a agradecer cuando la enfermedad ha sido vencida. Son héroes en la sombra, guerreros sin laureles, alquimistas modernos que transforman el dolor en alivio, el sufrimiento en esperanza.
Sin embargo, su recompensa no está en los aplausos ni en los homenajes, sino en la certeza silenciosa de su impacto. Cuando ven a un niño superar la fiebre que amenazaba su vida, cuando una anciana vuelve a caminar tras una operación arriesgada, cuando un corazón late con fuerza tras una cirugía que lo rescató de la muerte, saben que su labor tiene sentido. Son faros en la tormenta, manos firmes que sostienen la fragilidad humana con una mezcla de ciencia, técnica y amor.
A los médicos les debemos más que una consulta o una receta: les debemos la posibilidad de vivir sin miedo, la esperanza de que en la lucha contra la enfermedad no estamos solos. Y aunque la ingratitud del mundo intente borrar su grandeza, ellos seguirán ahí, en la vigilia incansable, custodiando la vida con la misma pasión con la que un poeta custodia sus versos y un marinero desafía la marea.
Por todo ello, hoy y siempre, gracias.