Sevilla, año 1609. Un niño de diez años llamado Diego emprende, seguramente con gran ilusión, su educación artística. A pesar de su corta edad ya había destacado por su talento en el dibujo y la pintura. Cada día se acercaba hasta el taller de Don Francisco Herrera, el viejo, uno de los más destacados pintores de la época, el Siglo de Oro español. Sin embargo, el mal carácter del maestro hizo que el alumno abandonara pronto su taller.
Probablemente decepcionado pero motivado por los pinceles, el joven Diego inició de nuevo su formación. Esta vez en el taller de Francisco Pacheco. Ahí nace una estrecha relación entre el maestro y el estudiante, que marcaría la vida y obra de Diego Velázquez, el pintor de pintores, como más tarde lo calificó Édouard Manet.
El artista ¿nace o se hace? Diferentes estudios científicos han encontrado una impronta genética en las personas con destacada agudeza artística. Son, principalmente, genes dopaminérgicos o serotoninérgicos, que heredamos de nuestros ancestros. Sin embargo, otros estudios han reportado contribuciones epi-genéticas, es decir, adquiridas a lo largo de la vida. Sea heredado o no, parece que lo relevante es lo que se haga con lo recibido. Y ahí intervienen significativamente los maestros, aquellos que nos enseñan a aprender.
En octubre de 1611, el padre de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, Don Juan Rodríguez de Silva, entregó la “carta de aprendizaje” al pintor Francisco Pacheco. A través de dicho contrato el maestro se comprometía a albergar en su casa al estudiante y formarle en técnicas de pintura y estilos artísticos de la época.
A cambio, el aprendiz ayudaba al maestro a preparar los colores, pinceles o lienzos. Era una relación simbiótica, como lo son las buenas relaciones entre el que aprende y el que enseña. Papeles que se alternan sin que ambos se den cuenta.
En aquellos encuentros con Pacheco, Velázquez supo encontrar en sí mismo lo que su maestro ya sabía que albergaba
Podríamos imaginar una tarde cualquiera del siglo XVII, la luz sevillana entrando por los balcones del taller de Pacheco, y ambos pintando o charlando. El alumno atento, el maestro presente. En ese momento de comunicación se produce una sincronización entre ambos cerebros.
Si hubiéramos podido medir la actividad cerebral de Velázquez, observaríamos que es similar a la que ocurría en el cerebro de su maestro Pacheco. Esos hilos invisibles que permiten el contagio neuronal se llaman sincronización de fase inter-cerebro. Y nos sucede a todos, es imprescindible para la comunicación.
Cada vez que prestamos atención a una persona se produce dicho fenómeno de sincronización neuronal. El cerebro del que escucha intenta replicar lo que sucede en el cerebro del que habla, así lo incorpora. Atender supone in-corporar al otro, hacerlo nuestro cuerpo.
Este mecanismo es fundamental en las relaciones más estrechas, como en la familia, pero también en la relación entre los docentes y los alumnos. Un estudio publicado en el año 2021 por el grupo del profesor Pan mostró que el aprendizaje del alumno sucede cuando la actividad de las neuronas de la corteza frontal del profesor y del estudiante se sincronizan. De no ser así, el aprendizaje se dificulta. Dicha zona cerebral está involucrada en la atención. La atención de ambos, ya que la presencia del maestro va a ser clave para dicha sincronización y aprendizaje.
Diego Velázquez admiraba a su maestro Pacheco a pesar de no ser reconocido como pintor sobresaliente. Pero su relación iba más allá, hasta el punto de llegar a ser el suegro de Velázquez. En aquellos encuentros que duraron más de diez años, Velázquez supo encontrar en sí mismo lo que su maestro ya sabía que albergaba.
De los maestros no solo aprendemos conocimiento o técnica, aprendemos formas de estar y ser que incorporamos. ¡Qué importante es cuidar bien a los maestros!
Artículo basado en la conferencia “El cerebro de Velázquez”, de Nazareth Castellanos, impartida en el Museo del Prado.