Res severa verum gaudium (La verdadera alegría es un asunto serio), reza el lema de Séneca que corona la Gewandhaus de Leipzig, simbólico ejemplo del formidable ejercicio de descentralización cultural que llevó a cabo la revolución ilustrada, trasladando los centros de creación artística y conocimiento desde restrictivos espacios aristocráticos a foros netamente ciudadanos, franqueados por un único peaje de acceso, anticlasista y democrático: el esfuerzo.
El preocupante empobrecimiento del sistema democrático actual (bulos, indocumentados ocupando las más altas instancias del poder, masas populares y entramados mediáticos que deslegitiman hechos, ciencia y verdad) tiene precisamente que ver con el colapso de la cultura del esfuerzo, esencial sostén de un proyecto social basado en la convivencia y el apoyo mutuo.
El falaz relato de la meritocracia, destinado a blindar para las élites –de clase o militancia– el acceso restringido al conocimiento y al poder, ha hecho enorme daño a la cultura del esfuerzo, demonizada incluso por parte de círculos autodenominados “progresistas” que, sin embargo, no hacen más que hacerle el juego a la reacción más casposa y a la oligarquía tecnocapitalista.
Que los estados y sus legislaciones articulen imprescindibles medidas de ajuste y corrección de las iniquidades de partida –para garantizar la igualdad de oportunidades– no implica que renunciemos a educar a nuestra ciudadanía en la necesidad del esfuerzo, sin el cual ninguna acción cultural es capaz de derribar las barreras levantadas por los intereses particulares.
La educación universal y pública, pilar histórico de cualquier proyecto de transformación democrática, no debe abandonar la cultura del esfuerzo porque supone renegar de la capacidad que tenemos los humanos para trascender nuestro punto de partida, dejando todo el sistema en manos del más pernicioso y cínico utilitarismo pragmático, que transforma los espacios académicos en guarderías o fábricas de tuercas humanas cuyo único objetivo es encajar en la máquina social, y relega la “cultura” a un entretenimiento que, de tan “accesible” y “popular”, no es más que un eficaz narcótico para anestesiar conciencias.
El preocupante empobrecimiento del sistema democrático actual tiene que ver con el colapso de la cultura del esfuerzo
Argumentar que, si no “vendes”, ofreces un proyecto elitista y antipopular es restringir el acceso para unos pocos privilegiados a todo aquello que exija esfuerzo. Este triunfo de la indolencia es también el triunfo del diletantismo y explica la catástrofe del proyecto ilustrado: ya no consideramos necesaria la esforzada disciplina del saber para dotar a una opinión, a una gestión política, o a una propuesta docente o artística de autoridad y respeto.
Es urgente volver a educar en el humanismo, en los clásicos, en “lo inútil”, que diría Ordine. Escribía Schiller que la mediocridad es consumir nuestro talento y fuerza de trabajo en realizar la función profesional para la que la sociedad nos ha preparado. Todo arte con capacidad de transformación, fuente de descubrimiento, desafío y placer, nace de un esfuerzo que no confunde los límites de su función con los de su actividad.
Convirtiendo escuelas y universidades en lugares que no educan en el pensamiento y el lenguaje, sino, exclusivamente, en el uso de determinadas herramientas para un fin específico, generamos autómatas que confieren más importancia a la propia herramienta (la IA, por ejemplo) que al proceso teórico y creativo que la hace posible, despreciando, consecuentemente, a quienes se esfuerzan por estudiar desde la disciplina y el rigor intelectual crítico los retos a los que la humanidad se enfrenta.
“Lo bello es difícil”, concluía Platón en uno de sus diálogos. Reivindicar hoy el esfuerzo es defender la complejidad de la democracia y la razón del logos frente a la irracionalidad salvaje y cortoplacista del instinto superficial, y frente a la barbarie clasista y anti-ilustrada que, disfrazada de voz del pueblo, sataniza al diferente y niega la cultura del rigor, el debate matizado, la escucha, el apoyo mutuo y la empatía.
Cibrán Sierra Vázquez es catedrático de Música de Cámara de la Universidad Mozarteum de Salzburgo, Premio Nacional de Música 2018 con el Cuarteto Quiroga y autor de El Cuarteto de Cuerda: Laboratorio para una sociedad ilustrada (Alianza, 2014)