En su poema “Cadera”, María Auxiliadora Balladares imagina un dolor de cadera causado por la muerte de su padre: “A mi cuerpo le tenía que doler que él no pudiera tocar más el mar, amor”. Siempre vuelvo a este verso cuando pienso en el duelo no como el dolor que nos provoca la ausencia de quien amamos, sino como el que sentimos al saber que la persona amada ya no podrá disfrutar de la belleza de esta Tierra.
La relación del amadx con su geografía es estrecha. En Black Is the Color of My True Love’s Hair, Nina Simone canta: “I love the ground on where he stands”. La tierra en donde el/la amadx nace, crece, corre, baila, juega, sufre, salta, ama y muere no es mera escenografía. El/la amadx existe por el tacto que ha establecido con su entorno y por cómo este le ha afinado los sentidos. Todas tenemos una relación amorosa con nuestra tierra porque conocemos el goce del tacto. La imaginación es, al fin de cuentas, una reacción al mundo. Y la identidad, un cuerpo que responde a su exterior.
Algunos de mis poetas favoritos alucinaron sus territorios con verdadera osadía: Raúl Zurita vio a los desaparecidos de Chile resurgiendo del desierto de Atacama, del mar y de los acantilados; Edmond Jàbes al Sahara como una página en blanco; Marosa di Giorgio al jardín natal como un Edén peligroso con árboles que muerden y hongos que bailan al ritmo del Bolero de Ravel.
“Si te detienes a pensar, mi amor/ todo acontece bajo la piel”, escribe María Auxiliadora Balladares. Y Anne Carson, como contradiciéndola: “Si el cuerpo es siempre profundo pero es aún más profundo en la superficie”. Las dos tienen razón: todo acontece bajo la piel, en la piel y sobre la piel. Cuerpo, texto y territorio. Todo acontece en capas, en estratos.
Cristina Rivera Garza dice que “ubicarse es pertenecer”. Históricamente se ha utilizado la palabra “territorio” desde su acepción de propiedad, pero el territorio es también el espacio que uno cohabita con lo animal, lo vegetal y lo mineral. Es el lugar que nos enseña que pertenecer es ser parte de una red.
Todas tenemos una relación amorosa con nuestra tierra porque conocemos el goce del tacto. La imaginación es una reacción al mundo
Los territorios pueden generarnos una imaginación escritural amorosa, sensible e insurrecta. Ailton Krenak propone el concepto de “florestanía” en su libro Futuro ancestral para imaginar una ciudadanía que conviva en igualdad de derechos con la floresta. Los kilombos, los palenques y las guardias indígenas en Latinoamérica imaginan con rebeldía otros mapas y producen una geografía crítica. Saben que los cuerpos de tierra y de agua y de carne son uno solo.
Como toda relación amorosa, el vínculo entre cuerpo, texto y territorio no está desprovisto de conflictos. Llevamos mucho tiempo preguntándonos por nuestros deseos y muy poco preguntándonos por el deseo de la Tierra.
¿Qué desea el río? ¿Qué desea el volcán? ¿Y el texto? ¿Qué desea la escritura como cuerpo que respira, suda, late, ama? ¿Cómo se escribe el vínculo biográfico con la tierra? ¿Qué tacto debemos desarrollar para que la palabra no violente, reduzca o simplifique las dimensiones del territorio vivo?
Una geoescritura alucinada reconoce que no hay manera de escribir el territorio (ni de relacionarnos con él) por fuera de la imaginación. La imaginación es un movimiento del pensamiento emocionado, pero también un ejercicio ético y estético.
Quienes escribimos asumimos el reto de imaginar gozosa y arduamente narrativas geográficas liberadoras, festivas y revoltosas. Otras formas de tocarnos y de, como dice Carson, abordar la profundidad de la superficie.
Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) es novelista y poeta. Su último libro es Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House, 2024).