A lo largo de mi dilatada vida profesional he tenido la suerte de conocer personalmente a directores de cine relevantes: Pedro Almodóvar, Buñuel, Berlanga, Bardem, Garci, Gutiérrez Aragón, Summers, Trueba, Borau, Aranda… Y Alejandro Amenábar. Conservo en el recuerdo su película Mar adentro, en la que se encendían la dirección del maestro y la interpretación de Belén Rueda, qué gran actriz.

Amenábar, sugestionado por el Cervantes cautivo en Argel, lo ha instalado en el cine, asesorado por el primer cervantista de la España actual, José María Lucía Megías. Tras la victoria de Lepanto, el jovencísimo soldado herido cae en manos de los corsarios berberiscos que lo encarcelan en Argel bajo el dominio del bajá Hasan.

Amenábar desborda su imaginación creadora y siente que “el mismísimo Miguel me hablaba a través de los siglos, y yo también le hablaba a él, como si buscara en su ingenio esas naves secretas con las que todos los narradores soñamos, esas que nos conectan con el público y sus emociones”.

Y así surge El cautivo, película excepcional, inspirada obra de arte, certera en la imagen, en los tempos escénicos, en la expresión corporal, en las heridas sombras, en la calidad artística y el nivel intelectual.

Julio Peña, Alessandro Borghi, Miguel Rellán y Fernando Tejero –excelente actor, por cierto– hacen una interpretación sin vaivenes, bien acompañados por Luna Berroa, Sarachu, Mohamed Said, Charaf, Kouka, Callejo, Poga, Álamo, Salazar, Muniagurría… Y un productor admirable, Fernando Bovaira, intelectual constructivo, sagaz, culto, más preocupado por el arte que por el beneficio económico.

No se arrepentirán los espectadores que enriquezcan su tiempo contemplando esta película que es una excepcional obra de arte. Yo salí conmocionado, tras convivir con Cervantes sus largos años de cautiverio. Aquel hombre sencillo, solidario, carente de presunción, genial al caminar entre el laberinto de las letras y ajeno a la política áptera, es el nombre más universal de la Historia de España.

Por encima de Felipe II, de Velázquez, del Gran Capitán, de nuestros mejores científicos, músicos, escultores, arquitectos, cantantes y deportistas, el nombre de Cervantes, y el Quijote, están presentes hasta en los rincones más humildes del ancho mundo.

Alejandro Amenábar tendrá sin duda defectos, como los tenemos todos. Y la crítica especializada los señalará. Yo no se los encuentro. Es un cineasta enamorado de su profesión, inteligente, próvido, sensible, trabajador tenaz, sacudido por el temor y el temblor que Søren Kierkegaard sentía ante la creación artística y el pensamiento turbador. Piensa en imágenes y es un sabio del ritmo cinematográfico. Igual que el Charles Chaplin director, hace incluso la música.

Se ha consolidado, y está reconocido, como uno de los directores grandes de la historia del cine español. Nada, en fin, emborrona su última película y, aunque haya algún pasaje sexual cuestionable, Cervantes, sin duda, fue como lo describe Amenábar. Salvó la vida en Argel por el interés y la emoción de las historias que contaba y se convirtió en figura pedernal de la literatura universal por su imaginación creadora y su calidad en el manejo del idioma.

También por la coherencia de sus ideas: “La libertad –escribió el autor del Quijote– es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”.