Domingo Zapata clava su espátula sobre la cruz de oro de Cristo en el establo iluminado. El gran pintor se ha inyectado el color en las venas. La sangre entristecida y turbia es el alma del artista que resbala sobre el lienzo derrotado.

Pinta Domingo Zapata con aliento metafísico el ser y el tiempo de Martin Heidegger, el ser y la nada de Sartre, los símbolos descodificados de la vida y de la muerte, el trazo firme con yodo y polución de alheña, el hervor germinal. Azota el pintor a los dioses extinguidos de Pablo Picasso y descubre los sudarios habitados por el genio que incendió Guernica. Canta entonces sus heridas con el azul perdido de los párpados.

Se detiene a veces Zapata ante los ácidos hurmiento de Gamoneda y lo convierte todo en luz como el poeta. Acaricia con sus pinceles la piel del río, igual que a su Duchamp resucitado, y evoca sobre el amor constante la pasión de Leandro, al cruzar el Helesponto en busca de Hera. Es el tiempo de las palabras muertas y Domingo Zapata camina sobre el lienzo desde la nada a la nada. Se hacen color sus huesos luminosos.

Y llega la hora de la Gioconda inerte que sonríe al trascender junto al cauce sonoro de las venas. Entreabre luego los labios de la noche y dibuja los enhebros desangrados en el ónfalo de piedra, lejano todavía el monte amordazado.

Resucitan los colores que perdió Picasso en los negros sombríos de la guerra y escudriña los ojos de la amada hasta descubrir la palabra herida, todavía sin cicatrizar. Le araña entonces la soledad adolescente y Ezra Pound, también Novalis, clavan sus arpones en los cuadros temblorosos del artista. Es el llanto de la carne, el clamor de la piedra derrotada, la oquedad del cangilón lejano.

Paloma en desvelo de Pablo Neruda, Amaranta erecta de Rafael Alberti, los bordes del ocaso persiguen a Domingo Zapata e impregnan sus pinceles hechizados que desdeñan el escombro estéril y la húmeda cizaña. Roza entonces el pintor los dedos del cielo. Igual que Vicente Aleixandre, Domingo Zapata dibuja las espadas como labios y vuela a la región donde nada se olvida.

Internacionalmente, el pintor mallorquín es, hoy por hoy, el artista español más altamente valorado en el mundo. Pintor, escultor, escenógrafo, novelista, modisto, muralista, Domingo Zapata convierte en arte todo lo que toca. La cotización de sus obras acongoja. The New York Post le considera el nuevo Andy Warhol. Sus obras figuran en las más importantes colecciones del mundo, en los grandes museos, en los lugares emblemáticos de Nueva York. Los responsables del Louvre y el Grand Palais Immersif eligieron a Zapata, junto a Picasso, Dalí, Basquiat y Warhol para sus grandes exposiciones.

Pero las incontables distinciones que le abruman significan poco en la vida y la obra de Domingo Zapata. Para él, el arte como el hombre se encuentra entre dos fuerzas contrarias que lo solicitan: una es la belleza de la serenidad absoluta, la otra la fascinación del abismo. Y sueña a veces como San Juan de la Cruz en la noche sosegada, en la música callada, en la soledad sonora, en la cena que recrea y enamora. Porque lo que de verdad importa en Zapata es su calidad humana, su genio artístico, su pensamiento profundo que se mantiene en la duda y en la incertidumbre porque no sabe si la muerte es el silencio de Dios.