Mariano José de Larra, el periodista insigne que se suicidó con el pistoletazo glosado por Antonio Buero Vallejo, escribió varios artículos en El Español, asegurando que nuestro idioma correría la misma suerte que el latín, fragmentándose en lenguas romances que no se entenderían entre ellas: el peruano, el argentino, el venezolano, el chileno, el mexicano, el panameño, el colombiano... Los escritores de su generación, la célebre de 1837, pensaban lo mismo.

Juan Bautista Alberdi, el librepensador rioplatense, planteó en los años cuarenta del siglo XIX la posibilidad de elegir para Argentina el francés, idioma internacional que se imponía en el mundo y que se había convertido ya en la lengua diplomática.

En un discurso magistral pronunciado delante del Rey, Santiago Muñoz Machado recoge esta cita de Alberdi: “Nuestros padres nos dieron una independencia material; a nosotros nos toca la conquista del genio americano... Aceptar que las características de la lengua argentina son las que determina la Real Academia Española resulta por completo inaceptable, y quienes acatan esta subordinación deberían ser considerados traidores a la nación”.

En sus artículos en El Mercurio y en su Gramática de la lengua castellana dirigida al uso de los americanos, Andrés Bello se opuso a los secesionistas del idioma de Nebrija y Quevedo, destacando “el valor de la lengua común frente a la fragmentación” para denunciar el riesgo de que el español se convirtiera “en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros, embriones de idiomas futuros... que reproducirían en América lo que fue en Europa el tenebroso periodo de la corrupción del latín”.

La Real Academia Española tuvo conciencia a mediados del siglo XIX del riesgo que corría la unidad del idioma y abordó de forma científica y serena el problema, impulsando la creación de Academias en toda Hispanoamérica, con el espolón de proa de Colombia en 1870 para encauzar el gran navío de la lengua.

Ya en el siglo XX, corresponde a Dámaso Alonso la visión sagaz de la cuestión al afirmar que era necesario conservar el “limpia, fija y da esplendor” del lema académico, pero que la tarea profunda y urgente era “preservar la unidad del idioma”. Fernando Lázaro Carreter es, a mi juicio, el gran director que puso en marcha todos los resortes a su disposición para defender la unidad del español.

Víctor García de la Concha prosiguió la tarea de Lázaro Carreter multiplicando viajes y actividades y demostrando una extraordinaria mano izquierda para que regresaran a sus cauces algunos ríos desbordados. La forma como recuperó al díscolo Gabriel García Márquez fue un ejemplo de bien hacer.

Desde entonces, con la incorporación al trabajo común por parte de la Asociación de Academias de la Lengua Española, que acaba de celebrar su 70 aniversario, el esfuerzo de los sucesivos directores ha sido ingente y, con todas las reservas que la prudencia exige, se puede afirmar que la unidad del español está a salvo.

De una lengua que es, aunque a mucha distancia del inglés, el segundo idioma internacional del mundo y tal vez el primero materno, con cerca de 600 millones de personas que han hablado desde su nacimiento, la lengua en que escribieron Miguel de Cervantes y Jorge Luis Borges; San Juan de la Cruz y Pablo Neruda; Federico García Lorca y Rubén Darío; Benito Pérez Galdós y Mario Vargas Llosa...