La luz le salta, en caños, por sus ojos y sus versos. Su poesía es un montón de trigo cercado de violetas. Ausente de sí misma, lleva el alma desceñida mientras las manos de Vicente Aleixandre cercan su cintura vacía y Málaga agradece, entre espumas, su nacimiento.

María Victoria Atencia es la poesía espiritual en el temblor de San Juan de la Cruz. “De mil escudos de oro coronada” busca el amor en “soledad sonora”, “sin cuevas de leones enlazado”, porque “nadie lo miraba, Aminadab tampoco parecía, y el cerco sosegaba, y la caballería a vista de las aguas descendía”.

La paloma blanca de Rafael Alberti va por la nieve, quiere levantarse pero no puede. Quiere levantarse, ir por la nieve, pero no puede, pero no puede. Desde sus alas yacentes la paloma envía a María Victoria una cinta de oro que enciende sus sentidos. Regresa la poeta al silencio y muda su corazón de lugar. El ser amado no le tiene que dar nada porque le quiera. Desde las lenguas de fuego de Pentecostés, las luces de Ticiano le hieren la garganta. González Iglesias ha escrito un prólogo sagaz a El fruto de mi voz, el último libro de María Victoria Atencia, definiendo a esta mujer extraordinaria que clavó al suelo, profunda, su raíz.

La poeta vuelve la cabeza al viento de levante, se alza altiva en su juventud de plata, incendia la distante orilla del verano y siente con Emily Dickinson el vuelo de la incierta paloma del ocaso. Porque le fue negado el tiempo de la dicha, su corazón descansa ajeno ante las rosas. Sin lañas ni remiendos resquebraja el barro para alejar la muerte que es la ausencia del ser amado. Que es la llama de amor viva que le llena de gracia. Su sangre adormecida cruza el dintel donde el principio y el fin se tropiezan en el mismo lugar. María Zambrano afirma que todo lo que toca la poesía de Atencia es verdadero, se unge como el haz en el agua, como el verso que distancia el amor y el olvido entumece.

Herida sin piedad a lo largo del alma, la poeta se abraza a Ronsard y deja desiertas las oquedades últimas de su sangre esparcida. La música callada le taladra la piel y se acoge, en el otoño espléndido, a las hacinas de bárbaro fulgor. Es el tiempo de las pérdidas y los adioses, de la sed derribada, de la savia que emborracha a las rosas con tibio borbotón de ternuras en la hora devastada por la música de Mahler, de Bach o Shostakovich.

No hay ya ríos que aneguen la cintura de María Victoria entristecida, Ofelia en su légamo, Desdémona en su almohada, último y brillante Premio Reina Sofía de Poesía. El pincel de Picasso se adivina sobre el vidrio empañado del otoño en la realidad del bronce inabarcable. Regresa la poeta a la música para entregar su alma a la muerte, cáliz insondable, relámpago suspenso, herida desatada del desamor en vilo. El corazón de la escritora ensancha la vaciedad del tiempo, su completo solsticio de plenitud herida. En sus entrañas fueron caricia los versos de Cavafis, incapaces para el silencio de pájaros y lirios. Andar es para ella no moverse del lugar que escogimos. Las lágrimas se encienden a su paso. En la estancia sellada que la noche conmueve, solo un hilo de luz quedará de por medio. Le aguardan ya las algas en su edad vegetal. Huésped de los días pasados lleva en los labios la huella de otro beso, abatidos los pájaros en el camino de alquitrán y pizarra. Llama a gritos callados “a quien más que a mí quise”. Bajo la piedra antigua, un mar de cenizas alienta en sus pasos mientras el fruto del serbal descompone su boca. No queda sino tiempo, Victoria Atencia, no queda sino tiempo porque ni un solo verso vulgar salió nunca de tu pluma.

ZIGZAG

Éxito arrollador de la 23 edición del Diccionario de la Real Academia Española. El papel ha aguantado su último envite. A partir de ahora, los académicos deberán enfrentarse abiertamente con el Diccionario digital que, tal vez, se vea obligado a hacer varias ediciones al año en lugar de una sola cada década como ha ocurrido hasta ahora.