Luis María Anson

En la serena noche del alma para siempre oscura, el poeta toma del brazo a Federico García Lorca e incendia el mar porque la piedra inerte ni conoce la sombra ni la evita. Pere Gimferrer habla con la voz lejana de la corza herida, la dulce voz que es un sollozo en la nevada. Luz en el cortafuegos de la piel voraz, el autor de Alma Venus es la tagarnina que respeta las máximas del sol, el cardillo sobre la arena del aire adormecido. Y le dice a la amada, el mar ya en llamas: "Para esto vivimos tantos días: para morirnos por querer amar".



Descubre el verso los áspides del día en la parada mortal de los recuerdos. Cleopatra resucita de blancura exterminada. Los labios de Alma Venus se abren al sol bajo la luz sabea del balcón, mientras brilla árabe la sedería de sus ojos y el deseo se convierte en un huracán en llamas entre el barro flagelado del yacaré. Mayakovski se disparó mientras escuchaba la voz marina de la dalia y la cellisca del viento reventado. Fue contra Pasternak música de las nieblas, resplandor del párpado de plata. El poeta siente a la amada en la lapidación de los espejos, entre los despojos en luz de los desnudos porque sus versos, palabras fueron y serán vacío, junto al poema de la destrucción.



Pere Gimferrer camina en su nuevo libro Alma Venus por las más altas cumbres de la poesía española. Honrará algún día al premio Nobel de Literatura cuando la Academia sueca le distinga con él. Vendimiador de las penumbras, caminante a ciegas por los bosques de Eurípides, ha sabido descubrir los tesoros de Rameau. Habla de pronto con Verdi y con Cocteau bajo los acordes de Albert Ginastera, la palabra perdida en el aduar, azora de la noche maquillada, versos umbros sobre el juego de los ojos jaspeados, entre la marea terrible de vivir muriendo. Alma Venus, amor, revolución.



Desenvaina Gimferrer la espada de Noam Chomsky y arremete contra las techumbres de nieve saqueada, disuelto en salfumán el ácido Watteau, afónica la luz en el bozal del aire que llamea. Aprieta luego la rosa lívida del miedo y se acerca a Juan de la Cruz porque el ventalle de los cedros rotos aire daba y Aminadab sosegaba el cerco, incapaz de vadear el río de la vida mientras la luz pone su sello en la gehena. Se derrumba el altar de Artemisa y el sitial de Sesostris, sacudidos por el viento descuajado mientras Stonehenge estrella su delirio mineral. Contempla el poeta el arco iris de los versos idos porque la palabra lírica es la insurrección desde Giovinezza a la Internacional, desde el paso de la oca al puño alzado. Para morir de haber vivido, Joan Miró dibujará en el muro un carmorán alado. En el oro pintado de Botticcelli, en el combate de los ángeles de Octavio Paz, albéitar de botica y pienso, en la cobra de fuego de la muerte, en las vaciadas órbitas del parque, Pere Gimferrer encontrará el jardín sin ira de la vida, la ceniza soleada de la noche de Mallarmé, los ojos de Ezra Pound, los arcos ciegos del sol desmantelado, el sacerdocio de los versos solemnes como plectros que encienden la epopeya borrosa del morir.



Granan entonces los versos de Pere Gimferrer. Trituran el oro en la tarde cosechada Se estremecen en la noche de Walpurgis. Cantan a Nosferatu, remembranzas de Nieva, en el aquelarre de la noche con tembladera virginal. Se abrasan junto al fuego de la túnica encendida. Acarician las guedejas del jazmín y gotean al resbalar por cada pétalo de las empuñaduras de la piel.



Navega ya a toda vela Gimferrer, sacudido por la galerna del amor. Viene de vivir en el poema para que así el poema viva en él. Y desde las alturas de la voz devastada, cabe el álamo entristecido y turbio, le dice a la amada tan lejana y tan sola: "Dame en estas manos el árbol rojo de la juventud".