Primera palabra

Los años sin excusa

14 noviembre, 1999 01:00

Hay quien dice que lo que realmente aportaron los del 50 al relativo marasmo ambiental fue una nueva forma de vivir y de beber. Tampoco me parece ninguna tontería.

Muchas convicciones literarias, por no decir todas, van debilitándose naturalmente con los años. En primer lugar las que disponen de estímulos más bien subalternos y que, por consiguiente, tampoco importa mucho que el tiempo acabe eliminando. Sin duda que son muy abundantes, pero ahora sólo quería referirme a dos: las interferencias retóricas de la moda y la parcelación didáctica de la literatura, materias que sin duda pueden aburrir incluso al menos escéptico. Pero la verdad es que hace ya algún tiempo ni siquiera se me hubiese ocurrido dudar de que, a partir de ciertas inducciones políticas, existían nueve o diez poetas que ingresaron en los manuales de literatura con el ya incorregible apelativo de grupo del 50. La credulidad, como el instinto de conservación y las pláticas de familia, son mañas preferentemente juveniles.

Las agitaciones universitarias del 56 sirvieron, salvo algún error de cálculo, de concluyente acicate moral en la gestación de una nueva dinámica literaria, más o menos acorde con las crispaciones sociales y culturales que menudeaban entonces. Luego, cuando en el 59 se conmemora en Collioure el vigésimo aniversario de la muerte de Antonio Machado, acaba fraguándose por así decirlo la estrategia corporativa del grupo. No fueron sólo poetas, claro, sino novelistas y ensayistas los que se alinearon por junto en aquella casi unánime aceptación de los postulados sartrianos del engagement, aunque algunos astutos compañeros de viaje prefiriesen en su momento apearse en marcha. Quizá fuera eso -el compromiso antifranquista- lo único que sirvió de apremiante factor de cohesión entre esos escritores, ya que en ningún caso las afinidades literarias dejaron de ser episódicas y, por lo general, muy poco significativas. Hay quien dice que lo que realmente aportaron los del 50 al relativo marasmo ambiental fue una nueva forma de vivir y de beber. Tampoco me parece ninguna tontería.

Es cierto que todo ese asunto estaba favorecido por una manifiesta complicidad entre los interesados, no sólo a efectos políticos, sino promocionales y amistosos. A mí se me suele integrar en ese grupo casi por inercia onomástica. Si esa inclusión remite a las motivaciones aludidas, no tengo nada que objetar. Pero, como opinaba Baroja del 98 o Cernuda del 27, tengo mis dudas sobre la existencia efectiva de una promoción del 50. En cualquier caso, antes que un grupo ensamblado con suficiente homogeneidad literaria, lo que más bien se organizó fue una banda de amigos que se respetaban mutuamente, leían los mismos libros, compartían parecidas desobediencias y luchaban contra las mismas mezquindades. Un grupo, por cierto, cuyos miembros no tienen por qué reducirse a la lista que ya ha adquirido rango de canónica. Su fijación selectiva casi siempre dependió del fotógrafo en comisión de servicio o del mandarín de turno. En Collioure, por ejemplo, se perpetró una foto con los ocho poetas presentes en el citado homenaje a Machado, que si no ha dado la vuelta al mundo, es porque en algún momento falló el transporte.

Como bien se sabe, el llamado realismo social apenas permaneció en activo cinco o seis años. Se fue extinguiendo como se extingue cada cierto tiempo cualquier moda literaria, adecuadamente desplazada por la propia dinámica de la historia. Claro que también influyó en este caso la decepción, el cansancio, el excesivo triunfalismo, la evidencia de una crisis colectiva que no era sino la suma de una serie de crisis personales. No se olvide, además, que casi todos los supuestos integrantes de ese grupo defendían a toda costa que la poesía, más que un vehículo de comunicación, era un hecho lingöístico transmisor de conocimiento. O sea, que tampoco fue todo tan inequívoco. O tan supeditado a las tristemente inoportunas ordenanzas gremiales.

Lo que sí resulta innegable es la justificación histórica de la literatura social, aun contando con su zafio esquematismo operativo y con esa desafortunada y coyuntural defensa de la vitalidad del realismo frente a la decadencia del simbolismo. En cualquier caso, ningún poeta, ningún novelista de relieve vinculado a esa pasajera tendencia, dejó de pensar que se trataba de un paréntesis más o menos impuesto por las propias demandas del tiempo histórico y más o menos provisoriamente aceptado. Cuando se empezaron a remansar las aguas, cada cual las vadeó a su manera. Recuerdo que una noche, ya mediados los 60, me confiaba quien quizá fuese el cómplice mayor del grupo que, una vez admitido que el caudillaje de Franco tenía todas las trazas de perpetuo, habría que ir pensando en dar por cancelada la campaña socialrealista, con lo que también se recuperaría finalmente el cultivo de una literatura que había permanecido como hibernada en espera de que cada cual pudiese volver a su particular domicilio estético. Pues eso.

En las últimas décadas la historia se ha precipitado sobre el presunto grupo del 50 de forma vertiginosa y hasta despiadada. Una palmaria tendencia a la autodestrucción ha terminado por otorgar a los últimos integrantes de ese grupo un notorio carácter de supervivientes. Pero ahí están algunas de sus obras, las de ellos y las de esos otros más o menos próximos amigos ya diezmados por la injusticia del tiempo. Como siempre ocurre, qué más da si existió o no una promoción poética específica en aquellos años sin excusa: lo que de veras importa es que perduren unas personalidades aisladas. Y eso ya ha ocurrido.