Despidamos el curso incurriendo en el socorrido lugar común que supone hablar en estas fechas de las lecturas de verano.
La idea de que en verano se lee más deriva de la inevitable asociación entre verano y vacaciones, y del supuesto de que durante las vacaciones se dispone de más tiempo para leer. Lo cual es mucho suponer, en unos días que muchos aprovechan para viajar (actividad escasamente compatible con la lectura sosegada) y, cuando no, padecen o se entregan a la hiperactividad que entraña el siempre agobiante imperativo de divertirse.
Pero convengamos, pese a todo, que sí, que los aficionados a la lectura disponen en efecto, durante las vacaciones de verano, de mejores condiciones para hacerlo con algo más de tranquilidad y perseverancia.
Es a este no tan amplio sector de la población al que las páginas culturales de diarios, revistas y magazines recomiendan estos días libros de todo tipo. Libros para leer en vacaciones, que no siempre son recomendados porque tengan que ver nada con el verano. Al fin y al cabo, se trata de cosas distintas.
Lo que me mueve a escribir estas líneas es la pregunta de si hay lecturas particularmente idóneas para el verano, en un sentido que sí tenga en cuenta la estación, es decir el calor, el sol, el mar (con más frecuencia que la montaña), esa atmósfera de pereza, aburrimiento y sensualidad que, sumada a otras muchas cosas, para muchos evoca el concepto de verano en general.
Pocas veces la cadencia más familiar del verano, su más íntimo acontecer, han quedado captados como en las páginas inolvidables de 'Al faro' (1927), de Virginia Woolf
Me esfuerzo en pensar en libros cuyo recuerdo me traiga el del verano mismo, con su luz y calor. Libros que hagan justa compañía al ruido de las chicharras, de las olas, del ventilador, que hagan justicia al violento contraste de las sombras, a cosas como el olor de pino caliente.
No me valen los que transcurren en los trópicos, donde el verano no existe. Tampoco aquellos en que el verano sirve sólo de trasfondo, de escenario, y no penetra en la escritura misma. Bien mirado, no son tantos los que me valen.
Enumero unos pocos, entre los más obvios. En primer lugar, dos colecciones de prosas descriptivas, líricas y autobiográficas de Albert Camus que con buenas razones suelen reunirse en díptico: Bodas (1938) y El verano (1954). Contienen toda una teoría y apoteosis del verano en su versión más luminosamente mediterránea.
En la orilla opuesta, también repleta de luz y de mar pero en este caso además de lujo, de sexo y de morbo, se impone mencionar El jardín del Edén (1986), encantadora novela póstuma de Ernest Hemingway que transcurre en la Costa Azul y que le roba el puesto a Suave es la noche (1934) de Scott Fitzgerald, otra novela de aires veraniegos.
Todavía en el Mediterráneo, El coloso de Marusi (1941), de Henry Miller, es la transcripción literaria del éxtasis que le produjo su estancia en Grecia en 1939, adonde acudió invitado por su amigo Lawrence Durrell, otro escritor cuyas obras –empezando por el Cuarteto de Alejandría (1957-960)– transpiran verano.
Grecia es casi una provincia literaria del verano, si se piensa en los libros autobiográficos de Charmian Clift (Cantos de sirena, 1956; Los buscadores de loto, 1959) o en novelas del tipo Cómo cambia el mar (1959), de Elizabeth Jane Howard.
Pero, mirando ahora al norte, al frío mar de Escocia, pocas veces la cadencia más familiar del verano, su más íntimo acontecer, han quedado captados como en las páginas inolvidables de Al faro (1927), de Virginia Woolf, novela en la que se cumple al pie de la letra esa figura poética que acuñó Juan Ramón Jiménez al evocar la “blanca maravilla” de su pueblo natal: “la luz con el tiempo dentro”. Fórmula magistral que encapsula la experiencia del verano tal y como para tantos brilla en la memoria.