Image: El yo menguante

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Mínima molestia

El yo menguante

Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

1 abril, 2011 02:00

Ignacio Echevarría


El hotel de Mrs. Palfrey (1971), de Elizabeth Taylor (la otra, la escritora), es una novela sobre la vejez, quizá la más hermosa y delicada de cuantas recuerdo que tratan el tema. Fue traducida al español por Clara Janés, en 1986, y publicada en la memorable colección "Narradores de Hoy", de Bruguera. Ese mismo año, Anagrama publicó Ángel, el título más célebre de esta autora absolutamente recomendable, que sin embargo parece condenada a una reputación más que discreta. Me dicen que hay planes de volver a ponerla en circulación aquí en España. Entretanto, el lector tendrá suerte si pesca alguno de los dos títulos citados, el primero ya sólo en librerías de viejo, donde aún pueden encontrarse también En el verano, que publicó Alcor en 1989, y Una vista del puerto, que publicó Alfaguara en 1990. Yo le debo a Belén Gopegui haberme puesto en la pista de esta autora, por la que -como por su coetánea Iris Murdoch- siento mucha afición.

Muy al comienzo de El hotel de Mrs. Palfrey, la protagonista -cuyos primeros años de casada transcurrieron en Birmania, donde su difunto marido trabajaba como administrador, siente cómo le cuesta cada vez más adoptar cualquier resolución. Y dice el narrador, a modo de justificación: "Cuando era joven, tenía que dar una imagen en primer lugar a su marido, al que admiraba, después a sí misma, y en tercer lugar a los nativos (soy una mujer inglesa). Actualmente, en nadie veía reflejada la imagen de sí misma, y ésta parecía disminuida: había perdido dos tercios de su antiguo valor (ni esposo, ni nativos)".

Desde que lo leí por primera vez, me impresionó, en este pasaje, la idea tanto de la mengua como de la depreciación del yo. La idea del yo como un patrimonio devaluable; como una especie de territorio susceptible de verse ampliado o reducido en función de su capacidad para colonizar, por así decirlo, otros territorios. La idea del yo como un negocio, pequeño o grande, pero cuya prosperidad depende de una determinada clientela.

Expresada en estos términos, la idea resulta algo chocante; no cabe, sin embargo, sustraerse a lo que pone en evidencia: que existen instancias exteriores a uno mismo que determinan los alcances del yo.

Pero incluso en el recinto estricto de la interioridad, también el yo está expuesto a la pérdida. De qué modo puede ser así lo encuentro dramáticamente expresado en un aforismo de Georg Christoph Lichtenberg (el K-I/33,3; traduce Juan Villoro en Fondo de Cultura): "Mientras dura la memoria varios hombres trabajan dentro de uno mismo: el de veinte años, el de treinta. En cuanto ésta falla, uno se empieza a quedar más y más solo, las generaciones de yo se alejan y se burlan del viejo inerme. Sentí eso con gran fuerza en agosto de 1795".

Resulta turbadora, también, esta idea del yo como saga, como una especie de empresa colectiva en la que trabajan las sucesivas generaciones de uno mismo. No se trata aquí de la multiplicidad del yo, de sus divergencias y de sus escisiones, sobre las que tanto se ha discurrido. Se trata más bien del yo como construcción coral en la que participan todos los yoes que -cualquiera sea la armonía o complejidad con que se organizan- uno mismo ha ido segregando en el transcurso del tiempo.

Lichtenberg se estremece ante la perspectiva de que, conforme falla, la memoria barra buena parte del "personal" que contribuye a mantener el yo en su plenitud. En el extremo opuesto de la melancolía que a él lo asalta, pero partiendo de un mismo sentimiento del yo como una especie de factoría en la que las propias facultades trabajan como buenos operarios, vale recordar la estupenda carta que Jaime Gil de Biedma escribió a Gabriel Ferrater el 18 de agosto de 1956 (en El argumento de la obra. Correspondencia, edición de Andreu Jaume, Lumen, 2010): "Es una de las cosas más agradables del mundo. Levantarse, por ejemplo, hacer el tour du propriétaire de nuestra inteligencia y encontrar que los corderos se han reproducido, que los gansos están bien cebados para el foie-gras, que las vacas dan leche en abundancia, que las uvas están maduras y la pradera verde. En fin, que todo se ha reproducido y puja por sí solo...".

Amargo ha de ser, sin duda, para quien ha conocido una euforia de esta naturaleza, enfrentarse -como le había de ocurrir al propio Jaime Gil- a la mengua del yo, a su despoblamiento, a su ruina.