Oswald Spengler hoy reflejaría en el título de su obra La decadencia de Occidente otro concepto, otro espacio geográfico. Porque la decadencia ahora se extiende a todos los continentes, a todas las conciencias.
Las poblaciones de las distintas culturas han asumido su insignificancia, su nula presencia e intervención en el devenir. Un devenir que ya no debe nada al azar, está trazado, fabricado por la compresión de las máquinas del dinero y la tecnología que se aplica como control.
Aquel enigmático futuro sobre el que se fantaseaba hace décadas ya está aquí, constreñido en forma de dictaduras económicas. El error histórico del Occidente moderno, la crasa equivocación de sus democracias, ha sido, entre otras cosas, el haber potenciado la identidad y el individualismo a ultranza como requisitos para aspirar a la libertad personal.
Esta envenenada estrategia, en la que ha participado también la izquierda, ha resultado una catástrofe, porque ha incidido en el menoscabo del sentido de comunidad, lo que ha dado carta blanca a un poder que engulle cada vez más deprisa. Los mundos distópicos que imaginó la literatura, también la filosofía, se han consumado. Los pueblos han claudicado, desvanecidos entre tibias protestas.
Las antiguas llamadas a la desobediencia civil de nada servirían hoy, entre otras razones porque no tendrían su cimiento en este sentir comunitario al que nos referimos. Las voces críticas, cada vez más aisladas, sucumben ante el griterío y el caudal de deseos que embarga al grueso de la sociedad, a la que se ha inculcado, con la mayor eficacia, la superficialidad y una avidez de consumo sin precedentes.
Que los jóvenes lean, que no se amilanen ante una frase yuxtapuesta, que piensen desde su rebeldía en el suburbio de la realidad
La violencia de las guerras, la impunidad de los Estados, la legalización de la barbarie, los genocidios, los abusos de los monopolios de la energía, la deforestación y la expoliación de los recursos del agua, más necesaria para “refrigerar” las demandas de la inteligencia artificial y de la industria de lo Inútil que para calmar la sed y los campos, constituyen una suma devastadora ante el que es un encogerse de hombros social, admitida la rendición.
Que nadie se lamente de la llegada de los fascismos, que tanto apoyo han encontrado en una democracia que ha elevado el dinero a categoría moral. O mejor sí, quejarse si se asume la invalidez de este mundo desnivelado y estrafalario, lleno de baratijas.
No es esta una visión pesimista, créanme, pero la claudicación es tal, que es difícil imaginar una respuesta, una reacción, estando buena parte de los jóvenes en la precariedad y en la inculcada falta de expectativas. Así que Spengler, a quien los progresistas vieron como reaccionario, hoy iría mucho más allá en su discurso.
Es difícil de reparar la pérdida absoluta de la formación política en los ciudadanos, la pérdida de crítica consecuente –nos conformamos con el descontento–, la pérdida de bagaje cultural, la pérdida de todo atisbo espiritual, la pérdida de las nociones elementales de lo justo y lo digno.
Duele pensar que Günther Anders llevaba razón al hablar de la obsolescencia del hombre: nuestra obsolescencia se ha cumplido en esta cultura extraviada y dirigida por los lerdos.
Cuando Juan Preciado llega a Comala en la descomunal narración que es Pedro Páramo, no alcanza a saber si sus habitantes están muertos o son vivos erráticos; desconoce qué es ese raro mundo de ánimas que vagan entre gentes que llegan de otros lugares. Existencias espectrales que caminan desnortadas.
Esta obra de Juan Rulfo bien puede tomarse como metáfora del declive que ha forjado el determinismo de la Historia, que nos ha fijado en la aceptación de lo inaceptable. Que los jóvenes lean, que no se amilanen ante una frase yuxtapuesta, que piensen desde su rebeldía en el suburbio de la realidad que les ha sido asignado.