Daniel García Andújar

Artista

Trabajadores en precario

La relación con nuestro entorno determina y condiciona la actividad artística, pero su concepción varía según la época y la interpretación cultural que se hace de ella. La introducción de nuevas tecnologías de información y comunicación en el ámbito cotidiano, la irrupción de internet, las consecuencias de la globalización, el choque entre generaciones, y un proceso de digitalización que está transfiriendo gran parte del legado visual desde su formato físico, están cuestionando las formas tradicionales de gestión, distribución y trabajo con los bienes simbólicos para artistas y creadores. El arte –como cualquier otro proceso cultural– es básicamente un proceso de transmisión, de diálogo continuo, no está separado de las cosas útiles o de la significación simbólica. Nuestra caja de herramientas, talleres y estudios, no ha parado de incorporar a lo largo de la historia nuevos útiles, técnicas, lenguajes y equipos que buscan dar respuesta a cuestiones recurrentes. La concepción que tiene el artista de la realidad le obliga a crear un espacio de resistencia a un mundo bajo control en condiciones únicas de producción y búsqueda de autonomía.

La relación autor e intérprete debe evolucionar. El rol del artista en la sociedad tiene que cambiar radicalmente, debemos buscar un régimen de autonomía con urgencia

Mientras la dimensión formal puede verse afectada, la relación autor e intérprete debe evolucionar, el rol del artista en la sociedad tiene que cambiar radicalmente y los artistas debemos buscar un régimen de autonomía urgentemente. En la época del postcapitalismo y la disolución del trabajo, el trabajador de la cultura está afectado por la precariedad. Parece una paradoja que en estos tiempos el sistema se revuelva más que nunca generando mecanismos de gestión que operan de intermediarios entre los creadores y su contexto social, apropiándose del control de la producción, la distribución y su comercialización. Y digo que parece una paradoja porque disponemos ya de herramientas y tecnologías que eliminarán gradualmente esa necesidad de intermediación. En los noventa, durante la burbuja de internet, creímos poder tomar las riendas, pero me temo que no supimos leer el código, el verdadero poder del lenguaje, la verdadera herramienta. La reciente fiebre del oro criptográfica y su representación visual en los NFT o la eclosión popular de la cultura viral de los memes ya ha cambiado las relaciones de poder dentro de la industria cultural. También hay artistas que están aprendiendo a adaptar códigos y técnicas para que el sistema especulativo del comercio del arte trabaje para ellos, y nuevas condiciones de propiedad predeterminadas generen un retorno automático para el creador desde la primera venta.

El código es ley –dicen los hackers– su conocimiento permite anticiparse, gestionar el sistema, cambiarlas relaciones de poder y así emanciparse del actual sistema del mercado del arte antes de que explote. La autonomía del artista pasa por utilizar adecuadamente estas y otras herramientas, abriendo la práctica artística a una economía cooperativa distribuida. Un paso sustancial hacia el reconocimiento y la recompensa de la naturaleza colectiva de toda producción cultural.

Sabina Urraca

Escritora. Su último libro es Soñó con la chica que robaba un caballo (Lengua de Trapo)

La naturalidad de la inconsciencia

Si una teclea en gúguel “el arte al alcance de todos” o “la literatura al alcance de todos”, aparecen, como moscas al vino, cientos de titulares de museos y propuestas que pretenden o han pretendido arrastrar al pueblo a las salas de los museos, casi pareciera que a pesar de su voluntad, como si esa frase –“El arte al alcance de todos”– fuese una cucharita con miel que hace menos amarga una píldora difícil de tragar. Sé que estas iniciativas no están de más, y siempre que las veo en bibliotecas, museos y demás, deseo que cristalicen en uno, dos, quizás tres adolescentes y algún adulto empujados por la campaña, personas que en un inicio remolonean y más tarde descubren ALGO, una obra, un libro, una película que les estremece una fibra oculta. Entonces sonaría una voz robótica que diría: “La operación ha sido completada”. Pero, al mismo tiempo que me alegro de este objetivo llevado a buen puerto, siento que en mi alegría hay un cierto elitismo, y me pregunto: ¿Es de veras necesario? ¿Hay que forzar de esta manera la relación entre la obra de los creadores y la gente que normalmente no acudiría a ella? Y, sobre todo, ¿es necesaria tanta pompa alrededor del arte, circunscribirlo a un espacio y a unas circunstancias concretas?

Si el arte es algo que forma parte de la vida, que existe con ella, ¿por qué está a veces el arte oficial tan lejos de la vida de las personas? Y me apena esa especie de foso insalvable, esa desesperación institucional casi paternalista que aúlla “tú, ven aquí y aprende a disfrutarme, soy el verdadero arte”. Es por eso que en los últimos años siento con tanta fuerza el alivio de una cultura cada vez más libre y autogestionada, surgida de forma natural: sin necesidad de intermediarios, grandes planes de producción, editoriales que avalen y que dictaminen si se es digno o no. Al final, estas estructuras culturales no dejan de ser una especie de patronos a los que contentar. Y el arte no debería existir para contentar a nadie.

No podemos negar el soplo de aire fresco que suponen tantos artistas haciendo de su instagram la mejor galería o la más chisposa novela por entregas

Cada vez oigo más la queja de que el sistema cultural resulta a veces un yugo para la creación. Bajo el amparo de la cultura institucionalizada, todos nos vamos deslizando casi sin querer hacia un canon que quizás no nos deja ni siquiera imaginar lo que nos atreveríamos a crear en total libertad. Atención: no soy partidaria de que los presupuestos de cultura se desvíen a otros fines; la cultura es necesaria y debe ser financiada, pero no podemos negar el soplo de aire fresco que suponen tantos artistas haciendo de su instagram la mejor galería o la más chisposa novela por entregas, tirando a patadas la categoría de creador de ese pedestal absurdo. Veo películas que llevan detrás producciones pensadas al milímetro, leo libros cuidadosamente editados, voy a museos y espectáculos de escénicas, y muchas veces disfruto enormemente haciéndolo, pero de pronto un día espío la cuenta de alguien en redes sociales, me maravillo, y esto me lleva a pensar que es en la naturalidad de la inconsciencia donde se genera el arte que verdaderamente nos remueve. La prueba es que muchas veces el sistema cultural capta estos destellos y los fagocita.