Gonzalo Torné

Novelista y traductor. Su último libro es El corazón de la fiesta (Anagrama)

La clase de su activismo

El nombre de Amanda Gorman ha saltado dos veces a la palestra en los últimos tiempos. El primero por leer un poema en la toma de posesión del presidente de los Estados Unidos, sobre el que suscribo, palabra por palabra, un tuit de Eloy Fernández Porta: “Luz, puentes, alba, niña, sueño, país, unión, futuro, brazos, crecer, esperanza, juntos, visión, victoria, más puentes, compartir, verdad, ojos, más futuro, poder, herencia, niños, sol, construir, más alba, más luz y bello. Tía, NO HAS PERDONADO NI UNA”, y si alguien considera que la ocasión no era apropiada para la crítica literaria es que no le importa la poesía tanto como a mí.

¿Se interesa también Amanda Gorman por buscar editoriales “activistas”? ¿Se asegura de que se respete la paridad en sus consejos editoriales o entre los autores de la casa?

El segundo por aplicar criterios de discriminación positiva a sus traductores, provocando en dos ocasiones la retirada del profesional encargado de la traducción. ¿Debemos pedirles a nuestros traductores que sean del mismo género, etnia y filiación política que nosotros? Una pregunta con dos vertientes (no siempre coincidentes): la validez de la discriminación positiva (que la tiene, ¿por qué no imponer la paridad de género entre los traductores de una editorial?) y el supuesto de que cumpliendo con la “identificación” el resultado será mejor. Sobre este supuesto pisamos una veta delicada, pues la circulación de la poesía en otras lenguas ha dependido a menudo del esfuerzo de personas muy alejadas culturalmente de los autores (lo que ha permitido verter al castellano libros escritos por mujeres japonesas del siglo X, anónimos del 2500 a. C, o el lirismo narrativo de Toni Morrison), y la confianza en que los elementos sustantivos de la inteligencia y la sensibilidad son universales. Quizás sería conveniente y coherente que el libro se vendiese con una faja (o una pegatina) donde se nos informe de que la autora considera complicados de entender sus poemas por lectores que no sean “mujeres, negras y activistas”, como la propia Gorman se define.

Lo que aquí sorprende (y más a la luz del poema leído) es que Gorman, después de participar en la toma de posesión de la mayor estructura de poder del mundo (aficionada al intervencionismo político y los bombardeos) y de escribirle poemas a Nike (marca aficionada a localizar fábricas de “esclavos” en el “tercer mundo”) fije sus esfuerzos por la discriminación positiva en uno de los eslabones más débiles de la cadena trófica editorial: el traductor de poesía. ¿Sabe Gorman lo que se cobra en España? Apenas un poco más que los poetas, que en tantas editoriales “progresistas” no reciben ni un euro de adelanto.

“Mujer, negra y activista”, ¿no sería más creíble la demanda si Gorman o sus agentes se hubiesen preocupado por averiguar y proponer una candidata? ¿Se interesa Gorman por buscar editoriales “activistas”? ¿Se asegura de que se respete la paridad en sus consejos editoriales o entre los autores de la casa? A la espera de que se resuelvan estos interrogantes uno tiene la sospecha que de camino a la presidencia de los Estados Unidos, a la que se ha postulado para 2036, Gorman se dedica al activismo, sí, pero de postureo.

Amelia Pérez de Villar

Traductora y escritora. Su último libro es Los enemigos del traductor (Fórcola)

Una cuestión política

Es probable que la polémica de Amanda Gorman y sus traductores haya dejado una grieta abierta en un terreno donde no existía ese tipo de inquietud. La nueva censura ha entrado como elefante en cacharrería en una actividad que siempre se ha ejercido en solitario, al abrigo –para bien– de la mayoría de las frivolidades sociales. Un traductor recibe un encargo de traducción y lo lleva a cabo con las pautas que se le han dado, utilizando sus herramientas: conocimiento de la lengua de partida y de llegada, respeto por el original, sensibilidad, un poco de imaginación y otro tanto de instinto.

Es importante contar con un bagaje cultural nutrido y estar dispuesto a hacer de arqueólogo, a pasar tiempo buscando el origen de palabras o citas, a dudar y cuestionarse y a buscar hasta que se está – casi– seguro de que la opción que ha elegido es la mejor. Se incluye también la capacidad de valorar matices, marcas temporales o geográficas del término elegido en cada caso, musicalidad, ritmo interno de la frase, connotaciones, registro… Todo ello está dentro de las palabras, que son la materia prima con la que trabaja el traductor. Un texto tiene un alma que se expresa en palabras y que no tiene sexo ni raza. Y las palabras son mucho más avanzadas e inclusivas que la sociedad. Sólo al entrar en juego la política y la ideología lo hacen también otros dos agentes, peligrosos cuando se trata de comunicar: el eufemismo y la prostitución del lenguaje.

Y es que si tenemos oficio, experiencia, conocimientos y herramientas no debería surgir ningún problema añadido. ¿Quién va a pensar que un traductor no puede traducir a un autor de raza, sexo u orientación sexual diferente de la suya? Janice Deul lo piensa, y decidió que la poesía de Gorman tendría que traducirla una mujer negra y activista, como ella. Con esta postura Deul asume que para que alguien esté en condiciones de verter a otra lengua los sentimientos de Gorman tiene que ajustarse al perfil que ella ha concebido y con el que ha conseguido movilizar a una cuota importante de personas, traductores incluidos.

La nueva censura ha entrado como elefante en cacharrería en una actividad que siempre se ha ejercido en solitario, al abrigo –para bien– de la mayoría de las frivolidades sociales

Superado el estupor del primer momento ha terminado por abrirse la grieta que separa a los que creen en la tarea del traductor de los acólitos de Deul. La traducción, cuya finalidad es comunicarse y hacer posible el entendimiento entre los seres humanos –pocas cosas hay más integradoras– y el traductor, que se esfuerza por encontrar el matiz exacto para trasladar el mensaje que le ha sido encomendado de la forma más fiel posible al original, quedan en entredicho porque un grupo de activistas estima que para traducir la obra de un autor no son tan necesarias la sensibilidad, la experiencia y la pasión por las lenguas como un rasgo externo, ya sea natural o adquirido. Y así una tarea que no se preocupaba del aspecto exterior porque se movía en el estrato de los sentimientos queda contaminada por un sinsentido. Porque la posición de Deul y la aceptación de su criterio por parte de la propia autora no son, en el fondo, una cuestión de traducción, sino de política. De ideología. Y en definitiva, de censura.