Agustín Fernández Mallo

Pocas situaciones cotidianas más misteriosas que cuando esperas un ascensor que no has llamado, y llega y abres la puerta y dentro no hay nadie. ¿Qué pasa ahí dentro? Parece un alma vacía. Cuando te montas en un ascensor ¿sabes realmente dónde vas, qué clase de viaje emprendes, conoces con seguridad el destino de esa cápsula, legítima nave del misterio? De entre las muchas incógnitas que rodean a los ascensores la que más me fascina es ésa que, por conocida, ya ni vemos: el espejo que todo ascensor que se precie ha de tener. ¿Por qué los ascensores tienen espejo? ¿Qué significa mirarse en un espejo que se desplaza? ¿Acaso esos espejos están ahí para recordarte que al otro lado hay una realidad tan verdadera como la calle que instantes después pisarás? ¿O por el contrario es el espejo una propuesta de fuga, de ficción, que el viaje en ascensor te propone?



La literatura debería abordar en serio el ascensor como tema central de una poética. Que yo sepa, hasta la fecha esto sólo lo ha hecho Arch Colson Whitehead en La intuicionista (Mondadori, 2000), novela lúdico-filosófica en la que Lia Mae Watson es la primera inspectora negra de la historia del Departamento de Inspectores de Ascensores de la ciudad. Los inspectores están divididos en dos escuelas enfrentadas: los empiristas, que revisan los ascensores siguiendo estrictamente el manual de posibles averías, y los intuicionistas, que conocen el estado técnico del ascensor nada más entrar en él. Lia Mae Watson es de estas últimas y tiene la mayor tasa de efectividad del departamento. Pero un día el ascensor de un rascacielos que ella había auditado se viene abajo, y empezarán los problemas para la corriente intuicionista. "Creo que en la política nacional está ocurriendo lo mismo -me dijo hoy el espejo de mi ascensor en tanto descendíamos-, ya no hay derechas e izquierdas sino empiristas e intuicionistas".



@FdezMallo