Eloy Tizón

Cinco años después de su muerte, vuelve Antonio Vega en el documental Tu voz entre otras mil, de Paloma Concejero. La directora se ha rodeado de cómplices que le conocieron y se han confesado frente a la cámara, además de tener la fortuna o el talento de disponer de un precioso material inédito sobre su infancia, esas películas familiares en super-8 que el padre, médico de profesión, filmaba incansablemente.



El resultado es un retrato necesario, tan emocionante como doloroso, debido al claroscuro entre la belleza y fragilidad de unas canciones de nieve, huracán y abismos que reverberan en la memoria sentimental de al menos un par de generaciones, y el veneno en la sangre de los paraísos artificiales. El niño que escalaba los armarios de su dormitorio. El adolescente alpinista. El joven que empuñó una guitarra contra los molinos de viento. El músico hipersensible que alumbró dos de las mejores composiciones de la música popular -las dos junto al mar- como son Chica de ayer y El sitio de mi recreo. El astrónomo fascinado por el abismo del universo y sus signos. El obseso por la construcción de maquetas de trenes. Todo ello conforma una visión poliédrica alrededor de esta especie de Copérnico del pop, capaz de lo mejor y de lo peor, que dejó tallado en una de sus letras: "No cambiaría jamás este universo informal / donde crecen las semillas de lo absurdo y lo genial".



Aunque en mi opinión el documental adolece de un hueco inexplicable, que deja sin narrar la génesis de Nacha Pop y las relaciones nunca aclaradas con su primo Nacho, sí permite vislumbrar una parte esencial de su carisma, su temblor de niño loco, en cuyo diagnóstico coinciden dos de sus grandes amores, Teresa y Marga, o sus entornos, casi con idénticas palabras: "El problema no es la adicción a la heroína. El problema es la adicción a Antonio Vega".



Absurdo y genial.