Eloy Tizón

En el último filme de los hermanos Coen, Inside Llewyn Davis, se nos narran las desventuras de un músico folk en la escena neoyorkina de los años 60. La película es un largo cuento invernal y trotamundos salpicado por las apariciones y desapariciones de un gato misterioso, un detalle intrascendente que a fuerza de finura narrativa termina convirtiéndose en un hermoso estribillo e incluso, sin pecar de exagerado, en una radiografía del alma del protagonista y de la ciudad que le acoge y le repele. Así, hilvanando gato tras gato (¿o todos son el mismo?), los Coen apuntan al territorio quebradizo de la integridad artística y la lucha por los sueños, con su arbitrario reparto de premios y castigos. ¿Por qué, partiendo de parecidos méritos, unos cosechan aplausos y otros indiferencia u hostilidad? ¿Qué leyes injustas gobiernan o desgobiernan el canon?



Llewyn Davis sufre el duelo terrible entre el frío y el calor, el hogar y la orfandad, el anonimato y la fama, la prosa y la poesía, entre el duende y las dificultades para canalizar las derrotas y aferrarse a un mínimo rescoldo de dignidad personal, algo a lo que se opone con tozudez el mundo y también uno mismo con nuestras meteduras de pata, nervios y tests de embarazo a exnovias furiosas. Comienza siendo un gato sin nombre y al final obtiene uno, y esa es toda su recompensa. Ese nombre felino -no desvelaremos cuál esencierra la clave del relato, el Rosebud de Llewyn Davis. Toda la fábula se orienta hacia eso: la persecución de un maullido y el sueño (o la pesadilla) de la propia identidad, resguardada en la funda de una guitarra. Parece poco, pero no lo es. En realidad, es toda una odisea, tan grandiosa como las que pintó Homero. A ver quién es capaz de atarle un cascabel al talento. Al final, los hermanos Coen han filmado una película para bautizar a un gato.