Arcadi Espada

Josep María Castellet fue durante algunos años la autoridad en Cataluña. El problema pudo ser que la autoridad, aunque se trate de la literaria, es una cosa siempre relativa en Cataluña. Castellet fue un importante editor, un antólogo poético de éxito y un escritor apreciable, al que le hizo algo de daño lo que había leído. Como editor yo aprecio especialmente, por puro gusto personal, la colección Biografies i memòries, que ideó y que puso en marcha, y donde llegó a publicar algunos títulos fundamentales del memorialismo catalán contemporáneo. Su propia contribución, Los escenarios de la memoria, es un volumen útil, aunque limitado, para el conocimiento de una generación de la que él fue el último en morirse, y por lo tanto su heraldo privilegiado.



Castellet fue, además, un estilo. Era un hombre calmado, irónico y elegante, que siempre dio la impresión, e incluso es posible que la diera a sus 30 años, de que lo mejor ya lo había vivido. Aunque quizá mi percepción esté marcada por la evidencia de que Alsonso Costafreda, Gabriel Ferrater, Gil de Biedma y Manuel Sacristán ya habían muerto cuando empecé a tratarle con cierta asiduidad. Pero es en otro sentido que Castellet fue también una permanente melancolía. En 1980, cuando las primeras elecciones autonómicas, él ya se estaba probando los galones de la consejería de Cultura, que iba a ocupar en cuanto el socialista Joan Reventós ganara las elecciones, como estaba perfectamente previsto. Es conocido que las perdió y que el férreo nacionalista Max Cahner fue el consejero. No estoy del todo seguro: pero algunos días me da por pensar qué tipo distinto de país hubiese sido Cataluña si el Castellet de sus 50 años se hubiese puesto al frente de los negocios culturales. En la hipótesis más modesta se trataría ahora de un país tan amable y elegante como lo fue él.