Ignacio García May



En algún momento indeterminado entre Ibsen y Chéjov se produjo la fisura que separó la dramaturgia del héroe y la de la víctima. La incomprensión de lo que significa el primer término y la sobrevaloración del segundo acabaron colaborando para constituir este modelo social asqueroso en el que vivimos hoy. El héroe no es ese estúpido musculoso de las action movies norteamericanas sino el ser humano que mira de frente a sus problemas aún sabiendo que probablemente será derrotado por ellos. La víctima no es el inocente aplastado por fuerzas injustas sino alguien que explota su derrota a priori para chantajear emocionalmente al mundo que le rodea y extraer así de él lo que no ha sabido conquistar de otro modo. A día de hoy el prestigio de la víctima es tal en todos los ámbitos que unos chantajes se sobreponen fanáticamente a otros, anulándose todos entre sí. Veraneantes tuvo, en origen, un valor de denuncia: aquellos burgueses autocompasivos le servían a Gorki para explicar las razones de la caída de un modelo social y defender que la única solución era la revolución inmediata. En su magnífica actualización de la pieza, Miguel del Arco nos ha revelado algo devastador: la colección de cretinos que protagoniza la obra (interpretada por un elenco sobresaliente) no representa ya un pasado condenado a la extinción sino un presente cínico y perpetuo que imposibilita cualquier otra opción de futuro. Incluso la joven esposa que en el texto original simbolizaba la pervivencia de una cierta sensibilidad acaba completamente destruida en lo más profundo de sí misma. Sí, los veraneantes llegan y lo ensucian todo, como dice el eslogan de la obra. Lo malo es que ya nunca se marchan.