Image: Alfonso XIII

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Opinión

Alfonso XIII, monarquismo de la calle

Alfonso XIII no era un esnob pero tampoco pudo evitar que se agrupase en torno a él todo un mundo de esnobs que querían hacerse la foto con el rey

12 septiembre, 2002 00:00

Alfonso XIII, por Ulises

El rey Alfonso XIII no era un esnob, naturalmente, pero tampoco pudo evitar que se agrupase en torno a él todo un mundo de esnobs que querían hacerse la foto con el rey y que luego se engañaban a sí mismos reconociéndose todos en aquellas fotos de Alfonso, en pirámide de hombres, y reconociendo a los demás. “Tenemos monarquía para largo”, se decían.

Eran los que luego, cuando la caída de Alfonso XIII, no apareció ninguno por el Palacio Real a consolarle ni a despedirle. Alfonso XIII, a su manera madrileña, había ido creando una burguesía de alta y baja clase media que era monárquica los domingos por la mañana y que tenía sus retiros en el Tiro de Pichón: “Y qué buenos pájaros ha hecho hoy el rey”. Aquel rey callejero y sonriente hacía de rey cuando iba de paisano, como Belmonte hacía de muerto cuando iba de único. Fueron los dos españoles que movieron más gente en la España de los años 20, aquella España que se dividía en alfonsinos y belmontistas. Ser de Alfonso XIII era ser un poco de derechas, claro, y ser de Belmonte o belmontista era ser un poco de izquierdas por algún camino, quizá porque Belmonte era amigo y vecino de Pérez de Ayala, que luego ayudaría, con Ortega y Marañón, a traer la República. La que se enamoró con amor platónico de Belmonte fue Luisita Sofovich, mujer de Gómez de la Serna, así como todas las españolas estaban enamoradas, no platónicamente pero monárquicamente, de don Alfonso.

El esnob tiene el mérito de ser el que llega primero a las cosas. También se traga mucha basura, pues que acepta sin condiciones lo primero que sale al mercado

Una ruleta rusa que practicaban mucho los madrileños era coger un tranvía al azar y mirar a ver si el tranviario se parecía a Alfonso XIII. Alguno salía que era clavado o cultivaba el parecido. El rey, de paisano, ejercía su esnobismo de rey como cualquier otro señorito, y esto es lo que le ganaba más monárquicos esnobs en los paseos por la Castellana. Tiene uno la idea de que cualquier rey se salva de ser esnob porque el esnobismo es querer siempre más y un monarca es el más total. Ahí estuvo la gracia y la originalidad de Alfonso XIII, en que se vestía de señorito bien, pero no más, con puro y botines, y más que el rey parecía un señor que quisiera imitar al rey no sin cierta fortuna.

Por los mismos años triunfaban en el mundo los imitadores de Charlot. En un concurso de estos imitadores el auténtico Charlot quedó el segundo. Del mismo modo, pienso que entre los imitadores de Alfonso XIII don Alfonso habría quedado el segundo. Ahora anda por ahí un hijo de la Moragas que es como hubiera sido don Alfonso de viejo.

Estando el rey ya exiliado en Roma, González Ruano le visitaba para suplicarle el marquesado de Cajigal, que a su decir le pertenecía. El ex rey, ya un poco cansado de este asedio, dijo un día: “Mira César, yo no dudo de que tú seas marqués de Cajigal; lo que pasa es que yo no soy rey de España”. Una mañana le pregunté a César en Teide la verdad sobre su marquesado: “Llevo el escudo bordado en la camisa -me dijo-, pero encima me pongo el chaleco de punto, por si acaso”.

Quiere uno decir que, cuando la monarquía estaba en crisis políticamente, internacionalmente, Alfonso XIII mantenía un monarquismo de la calle, un hacer como si fuese el rey, siéndolo, que era puro esnobismo y se llevaba mucha gente detrás. Los lectores del Blanco y negro eran todos monárquicos dominicales, como ya se ha dicho, y en unas impensables elecciones sobre el tema la monarquía habría salido ampliamente ganadora. Las clases medias de Gil Robles eran monjas de paisano, pero las clases medias de don Alfonso eran una multitud de esnobs que se hubieran jugado el canotier y el abono del Tiro de Pichón por salvar su monarquía.

Entre las monjas de paisano y los esnobs de Alfonso XIII estaban los intelectuales del Ateneo, los contertulios de Azaña y los toreros republicanos que iban a las conferencias de Ortega. Cuando empezó la movida, en Madrid, asistida de lejos por los africaners y la guardia civil, las monjas volvieron a sus conventos, los esnobs alfonsinos se hicieron de Falange Española, aquella cosa que trajo de Europa José Antonio Primo de Rivera, y que se llamó falangismo por no llamarse fascismo. Un sueño de destrucción que había nacido en Munich para morir languideciente en Alcalá 44 o en la playa de Fuengirola, donde José Antonio Girón, tirado en la arena, clamaba al dios de las esvásticas como un Girón interpretado por Orson Welles.

Aquello del hombre como “portador de valores eternos” era un esnobismo retórico que caía fusilado en Alicante. Un señorito pagando con su vida por tantos obreros asesinados. En general, el esnobismo había muerto como moda y como manera de estar en el mundo. El propio José Antonio lo dijo: “El señorito es una degeneración del señor”.