Crítico / Lector

El crítico útil hace dos cosas. La primera, deja patente el carácter de su arbitrariedad. El ángulo de su visión organizadora es claro y manifiesto. Hay tantos espacios racionales, discutibles, como hay geometrías. El crítico puede adoptar una postura cuya configuración —la palabra figura permite un solapamiento adecuado entre gesto y código simbólico— es principalmente moralista. Puede retroceder ante el objeto y preguntar: ¿De qué manera beneficia al hombre y la sociedad? ¿Tiene un propósito educativo? ¿Es enriquecedor en sus propuestas implícitas o explícitas? (Mutatis mutandis, el platonismo, la postura de Tolstói o la de Leavis ejemplifican esta estética, o más propiamente dicho, “antiestética”). El crítico puede actuar a distancias y bajo perspectivas que son historicistas, biográficas en el sentido antiguo, psicoanalíticas en el nuevo, marxistas o formalistas. Su esquematización puede ser mayoritariamente retórica (en una vena original e ingeniosa, esto se asemejaría al “espacio” de la visión organizadora de Kenneth Burke). El crítico puede ser —lo es, más frecuentemente que al contrario— ecléctico y variable en los ajustes de enfoque y apertura. El “impresionismo crítico” no es menos riguroso que el “compromiso” o el “determinismo” (por ejemplo, Sainte-Beuve es un crítico no menos riguroso que Lukács o Derrida, si entendemos que en “riguroso” entran claras connotaciones de prueba o refutabilidad). Lo suyo no es más que una estilización diferente del ejercicio crítico, una “coreografía” diferente, y por tanto un distanciamiento entre puntos. Pero sea cual sea su postura en cuanto a intencionalidad, el crítico útil ofrece esta postura para la identificación. Su parcialidad debe dejarla totalmente clara (en parti pris de nuevo encontramos la noción clave de “apresamiento”). La parcialidad, en este contexto, tiene dos principales sentidos. Cada geometría, cada disputado espacio de percepción, es solo uno dentro de una gama de alternativas que en lo formal pueden ser ilimitadas (podría darse el caso de que quepa decir cualquier cosa acerca de cualquier cosa). Es, pues, incompleto, “parcial”. […]

El crítico honrado lleva a cabo una segunda acción: clasifica (la crítica es visión organizadora). En la arbitrariedad que es condición epistemológica de su métier, el crítico incluye el concepto de “árbitro”, de arbitraje entre valores. La intencionalidad de su visión, el acto de adoptar una postura frente a un objeto más que ante otro, es, por definición, preferencial y discriminatorio. Ya sea explícitamente, de manera pedagógica, o implícitamente, a través del práctico tropo de la “epifanía” (el objeto se manifiesta y se impone al observador), el posicionamiento del crítico es jerárquico. Eurípides, dictamina Aristóteles, “es el más trágico”; de ahí necesariamente se colige que Esquilo y Sófocles no lo eran tanto. Dante y Shakespeare dividen entre ambos la literatura occidental, no hay un tercero”, dice T. S. Eliot. Su veredicto es diacrítico; relega a todos los demás poetas a un estatus más mediano. Las semánticas de la crítica son ineludiblemente comparativas. Percibir normativamente es comparar. Es tantear por el contraste, una praxis que se manifiesta en el término piedra de toque de Arnold.

El crítico, por eminente que sea, por más que tienda a la teoría, asigna y atribuye valores cada vez que observa y que designa

De modo que sostener que un crítico no debería entrar en la bourse, que no debería procurar cotizaciones de mercado y sí dejar esas preocupaciones al “reseñador”, es hablar por hablar. El crítico, por eminente que sea, por más que tienda a la teoría, asigna y atribuye valores cada vez que observa y que designa. Puede hacerlo por una complejidad de motivos y con un cuidado heurístico que va mucho más allá de las impresiones y las modas efímeras. En otras palabras, puede ser un augusto corredor de bolsa más que un atribulado intermediario en el parqué de operaciones (si bien la línea siempre es fluida; ¿dónde, por ejemplo, la trazamos en las obras de Hazlitt o de Edmund Wilson?). Pero el crítico señala no menos que el reseñador. Rebaja el valor —en la década de 1930 y en la de 1940 el término era “desplaza”— de Milton y sube el de Donne. “Tasa” a Hölderlin por encima, digamos, de Mörike; avala la colocación de nuevas emisiones, como el movimiento modernista, por considerarlas más productivas, porque arrojan un mayor rédito a la atención y la sensibilidad que los románticos tardíos. Los instrumentos de la crítica, nos enseña Coleridge, son “instrumentos especulativos”. El escrutinio crítico valora y compara. En la “especulación” está inherente la percepción, así como la apuesta a plazo de la conjetura. […]

El crítico cita estratégicamente con objeto de transmitir su idea, de alcanzar una convincente economía. Su crítica es una recapitulación con fines judiciales; las citas son las pruebas que presenta como evidencia. Si la crítica filosófica es una rama de la estética, la crítica performativa o mimética es una de las múltiples formas de la retórica aplicada. Cabría decir que, grosso modo, esta forma abarca nueve décimas partes del oficio. Se extiende desde el iceberg constituido por la masa de la crítica diaria —el “crítico de arte”, el “crítico literario”, en los medios de prensa— hasta indiscutibles pináculos de representación y recapitulación judiciales tales como el discurso de Samuel Johnson sobre Shakespeare o el de T. S. Eliot sobre Dante. Pero puede ser que lo que Eliot dijo sobre Dante sea crítica inspirada, mientras que lo que dijo Mandelstam sobre Dante sea “lectura”. Muy a menudo esta clase casi ubicua de crítica tiene por motivo el elogio. La finalidad del acto de la visión organizadora es potenciar la fortuna, reforzar el impacto de una obra o movimiento dados. En su autoritaria inocencia, el término comunista agitprop da en el clavo. Describiría la polémica de Zola en defensa de Manet, la de Pound en la del modernismo. Cada uno de estos observadores es, en el ejemplo dado, un virtuoso de la celebración. La categoría contrastiva es la de un distanciamiento crítico calculado (“motivado”) para reducir, incluso erradicar el objeto: ocasionar, por ejemplo, su retirada de los planes de estudio, de la galería pública al sótano. Aunque antitéticos en sus fines, la defensa o el castigo festivos son parte general de la clase de práctica crítica “presentacional” o performativa. […]

¿Una lista de grandes críticos? sin duda sería más larga y de mayor lustre público. ¿Pero hay necesidad de una lista así? Los críticos se anuncian solos

El crítico prescribe un programa; el lector responde ante el canon, y lo interioriza. Sin duda, en la práctica ambos se solaparán. El “programa” en una cultura dada elegirá y celebrará, etiquetará como “clásicos”, los “grandes libros” alrededor de los cuales un idioma y una sociedad edifican sus códigos de autorreconocimiento. Esos “grandes libros” pueden ser, ciertamente, una parte del canon del lector (esto es más evidente cuando la crítica se ocupa también de los textos revelados). Pero estrictamente hablando, la inclusión en el canon de las “obras maestras” del programa es accidental. La motivación por lo canónico no es, en su origen, la de la actividad interesada y prescriptiva en el sentido en que sabemos que tales cosas son fundamentales para el ejercicio crítico de la visión organizadora. Aquello a lo que apunta el canon, y apuntar es aquí precisamente la palabra equivocada, no es la ejemplaridad estilística, a la manera en que, por ejemplo, la retórica de Boileau y la de Racine pudieron ser consideradas como los “pesos y medidas” oficiales para generaciones de discurso francés. En resumen, el canon no es un catálogo de preeminencias pedagógica y circunstancialmente escogidas y monumentalizadas. Un canon es la cristalización, el acervo individualmente interiorizado de textos recordados, exegéticamente reconstruidos, o de fragmentos de texto, consecuencia del encuentro no buscado con una “presencia real” y del deber de responder ante ella. El auténtico canon no es, o no en primer lugar, el producto de una intención razonada. […]

Es un lugar común observar el desaliño en que se encuentra hoy el cultivo del conocimiento humano. La autosatisfacción, la producción mecanizada de trivialidades, la vacuidad filosófica y el histrionismo que caracterizan la profesión académica de la literatura y su matrimonio con el periodismo son más que obvios. El envilecimiento del concepto de “investigación” en los estudios literarios roza el escándalo. En este ensayo está implícita la hipótesis de que gran parte de esta situación deriva de una confusión entre la “crítica” y la práctica de la lectura exegética, de la cual surge el estudio moderno de la literatura secular. La noción de que nadie salvo el ser humano más excepcional tiene algo nuevo o revaluador que decir críticamente acerca de Dante, o de Shakespeare, o de Kafka, es pura hipocresía. Peor hipocresía es institucionalizar la creencia de que una visión organizadora tan rara se manifestará en el estudiante universitario o en el licenciado. El presente edificio de los estudios crítico-literarios (comadreos, en jerga) es un menoscabo, inevitable a la vista del hecho de que una enorme mayoría de textos ya antes había sido apropiadamente editada, desde las artes exactas de la filología, la lingüística histórica, la crítica textual, la recensión y el cotejo. Hoy, el estudiante de “crítica” e “investigador de la sensibilidad” es un acróbata en la cuerda floja que no ha aprendido a andar.

Lo que necesitamos no son “escuelas de escritura creativa” ni “programas de crítica” sino lugares en los que volvamos a aprender a leer

Lo que necesitamos no son “programas de humanidades”, “escuelas de escritura creativa”, “programas de crítica creativa” (mirabile dictu, tales cosas existen). Lo que necesitamos son lugares, por ejemplo una mesa con algunas sillas alrededor, en la que volvamos a aprender a leer, a leer juntos. Uno aspira a tal desiderátum en los niveles más literales. Análisis léxicos y gramáticos a nivel elemental, el análisis sintáctico de las frases, la escansión del verso (la prosodia es el pulso y la música inseparables del significado), la capacidad de distinguir hasta las peculiaridades más rudimentarias de esas inervaciones y figuras retóricas que, desde Píndaro a Joyce, han sido los portadores de la vida sentida: todas esas cosas son ahora habilidades esotéricas o perdidas. Necesitamos “casas de y para la lectura” en las que un silencio suficiente despierte las fibras de la memoria. Si el lenguaje, bajo la presión del asombro (el “valor añadido”) del significado múltiple, si la música del pensamiento tienen que perdurar, no serán más “críticos”, sino más y mejores “lectores”, lo que necesitamos.

“Los Grandes Lectores”, dice Borges, que es uno de ellos, son “más infrecuentes que los grandes escritores”. La lista incluiría a Montaigne leyendo a Séneca y releyéndose a sí mismo; a Coleridge leyendo a Jacobi y a Schelling, una lectura cuyo movimiento de aquiescencia y reposesión metamórfica ha analizado Thomas McFarland con un tacto que iguala al de cualquier otro estudio sobre la tensión de la influencia; a Péguy leyendo a Corneille y a Victor Hugo; a Walter Benjamin leyendo Las afinidades electivas de Goethe; a Heidegger leyendo a Sófocles y a Trakl (no a Hölderlin, a quien a menudo lee desde el sesgo intencionado y el oportunismo); a Mandelstam leyendo a Dante y a Chénier; a Koyré leyendo a Galileo; a Nabokov leyendo (no traduciendo) a Pushkin; a Jean Starobinski leyendo a Rousseau; a William Empson leyendo palabras complejas; a Gianfranco Contini leyendo a los poetas provenzales, a Dante y a Montale; a Pierre Boutang leyendo el Filebo de Platón; a Michael Dummett leyendo a Frege, donde la profundidad y el carácter abierto de la lectura resultan radicalmente creativos; a D. Carne-Ross leyendo a Góngora y a Ariosto; a Gershom Scholem leyendo a los cabalistas y leyendo a Walter Benjamin… Servidores del texto, escrupulosos extáticos: pues en relación a lo canónico, escrúpulo y éxtasis son solo uno. ¿Una lista de grandes críticos? Sin duda sería más larga y de mayor lustre público. ¿Pero hay necesidad de una lista así? Los críticos se anuncian solos.