Después del entierro nada volvió a ser como antes, pese a que Norma aún lo creía posible en el momento en que dejó atrás al grupo de asistentes al funeral y se escabulló por el camino que llevaba a la verja del cementerio. A su madre no le importaría que pidiera un taxi para irse y los demás le daban igual: no quería estar con familiares que apenas conocía ni atestiguar las intrigas de los posibles herederos de la casa de Naakka, un tema que no tardaría en salir a relucir, entre las empanadillas de Carelia y los sándwiches cortados por la mitad, mientras la abuela hilaba anécdotas con su frágil memoria. Con sólo subir­ se al taxi, Norma se libraría de toda aquella farsa. Tra­taría de volver a su rutina diaria y de enfrentarse a la muerte de su madre (¡nada de evitar los lugares que se la recordaran!). No llegaría tarde al trabajo, ni cogería un taxi en lugar del metro ni rompería a llorar por las mañanas al desenredarse el pelo con el peine de púas metálicas. No se olvidaría de comer ni de beber suficien­te agua, ni permitiría que se desmoronase la vida que ella y su madre habían construido con tanto esfuerzo.  A la mañana siguiente se prepararía como siempre para ir al trabajo, sacudiría los pelos de la blusa, metería en el bolso el aceite de bebé para domar los rizos, el Diaze­pam y el Postafen, para tranquilizar la mente y el cuerpo, y un bote tamaño viaje de Elnett, una laca cuyo aroma hacía evocar una jornada de trabajo normal y a mujeres cuyas vidas estaban en orden. A partir de ahora sería una de ellas. Así, preparada para afrontar el día que le esperaba por delante, Norma caminaría hacia la esta­ción de metro de Sörnäinen, se mezclaría con la mul­titud y dejaría que las escaleras mecánicas la llevaran hasta el andén donde esperaría para abordar el vagón de cola del metro como cualquier otro día. La corriente de aire agitaría las faldas, la gente estaría enfrascada con el móvil o el periódico gratuito y nadie pensaría en la tragedia que había tenido lugar en ese mismo andén. Nadie más que Norma, mientras se preparaba para en­frentarse al trabajo y al ambiente de tensión que reinaba desde hacía meses debido a las negociaciones del acuerdo con el Ministerio del Trabajo: ella comprendería entonces que lo único que se había detenido en su vida era la vida de su madre.

El taxi no aparecía. Norma se apoyó contra el muro del cementerio y se abandonó a la sensación de alivio que le procuraban las benzodiazepinas y la escopolamina. Había salido airosa del entierro. No había reparado en la falsedad de los pésames ni en la hipocresía en las palabras pretendidamente empáticas. No se había desmayado, ni había vomitado, ni había tenido un ataque de pánico aunque varias personas se habían acercado a abrazarla. Se había comportado como una hija ejemplar y finalmente podía quitarse las gafas de sol, que se deslizaban por el puente de su nariz brillante de sudor. Justo cuando estaba metiendo las gafas en el bolso, se le acercó un desconocido a presentarle sus condolencias.

Norma volvió a ponerse las gafas: no necesitaba com­pañía.

—Creo que los demás se han ido hacia allá —dijo señalando el restaurante donde se celebraría una comida, y se bajó el ala del sombrero.

No obstante, en vez de marcharse, el hombre le ten­dió la mano. Norma se dio la vuelta sin corresponder al saludo: no le gustaba relacionarse con extraños. Pero el hombre no se rindió: le cogió la mano con la izquierda y la llevó hasta su propia mano derecha.

—Lambert, Max Lambert. Soy un viejo amigo de tu madre.

—No recuerdo que me haya hablado nunca de usted.

—¿Tú le hablabas a tu madre de todos tus amigos?

—le replicó riéndose—. Hace ya mucho tiempo de todo eso. En nuestra juventud, tu madre, yo mismo y Helena vivimos muchas aventuras juntos.

Norma retiró la mano bruscamente: aquellos dedos que presionaban la piel de su mano se le antojaban poco menos que un hierro aplicado contra su voluntad; además, aquel hombre había hablado de su madre en pasado, lo que le parecía directamente ofensivo: ella todavía no había llegado a esa etapa. Para colmo, no podía ser su amigo: Norma y su madre, Anita Ross, habían llevado una exis­tencia solitaria; su vida social se había limitado a los inevitables vínculos laborales. Cada una conocía el peque­ño círculo de amistades de la otra y ese tipo no pertenecía a ese círculo.

Llevaba el cabello peinado hacia atrás; abundante, teniendo en cuenta su edad, pero la piel de su rostro era otra historia: tenía arrugas, sin duda debidas al exceso de sol, bolsas bajo los ojos, probablemente por culpa de una afición desmedida por la bebida, y un montón de capilares rotos que el bronceado no conseguía disimular. En sus sienes, empapadas de sudor, se olía la cerveza de la noche previa. Su traje, pese a ser de buena calidad, oscuro y apropiado para un velorio, también mostraba los estragos de la vigilia: parecía flojo y deformado, se le formaban bolsas en las rodillas. Su aftershave era un Kouros com­prado recientemente, no un frasco que llevara años en el estante, y el champú, de los que suelen usar en las pelu­querías. La interpretación de Norma se detuvo ahí: los medicamentos y la tristeza le habían taponado la nariz y los parches para las náuseas pegados detrás de las orejas liberaban escopolamina en sus venas, así que fue incapaz de leer al hombre de forma más precisa. Cuando vio que un mechón de pelo se le soltaba de la coleta y se enrolla­ba como un tirabuzón, entró en pánico y miró la hora en el móvil: el taxi ya debería haber llegado. El hombre sacó del bolsillo unas gafas de sol con cristales de espejo y se las puso.

—¿Puedo llevarte a algún lado?

—No, gracias. El taxi está en camino.

El hombre tenía la risa de un donjuán trasnochado  y se acercaba tanto que casi parecía estar insinuándose. Algo en su voz le hizo pensar en esos bulliciosos grupos de turistas donde siempre hay un gracioso que dice bromitas en voz alta y hace reír a los demás.

—Te conviene ponerte en contacto conmigo lo antes posible: nos encargaremos de despejarte el camino de co­sas desagradables para que puedas continuar con tu vida. El hombre sacó un estuche que parecía de plata, aun­  que estaba bastante deslustrado, y deslizó una tarjeta de visita en la mano de Norma. La cadena de oro que llevaba en la muñeca brilló bajo el sol. De seguro había ganado el tarjetero jugando a las cartas, si no lo había robado... La mente de Norma se llenaba de las ideas más peliculeras: ¿no sería éste su verdadero padre, en vez de Reijo Ross? ¿Le habría ocultado su madre que tenía un medio herma­ no? Quizá ese hombre había ido al entierro equivocado...

•   •   •

Margit la llamó cuando el taxi ya estaba llegando al barrio de Kallio. Norma respondió al sexto timbrazo. La tarjeta de visita de Lambert seguía en su regazo y, mientras su tía intentaba convencerla de que volviera, ella le doblaba las esquinas. El cartón de la tarjeta era grueso y caro, de color crema con letras de oro. Sólo llevaba el nombre, sin tratamiento ni dirección. Respondiendo a un impulso, le preguntó a su tía si Max Lambert había ido a la comida. El nombre no le decía nada: Norma tenía razón al pensar que el tipo había ido al entierro equivocado. Esta­ba a punto de bajar la ventana y lanzar la tarjeta al viento cuando Margit exclamó:

—Un momento, ¿te refieres al exmarido de Helena?

Norma se sobresaltó. Era cierto: la mejor amiga de su madre llevaba el mismo apellido que el hombre que se le había presentado hacía un momento. Había tomado demasiados tranquilizantes para soportar el entierro, por eso había sido incapaz de ver la relación.

—¿A santo de qué iba a estar Max Lambert en el en­tierro de tu madre? —preguntó Margit—. Es impensable.

—Pues creo que lo acabo de ver. ¿Seguro que no está por allí?

—No.

—Quizá haya ido de parte de Helena.

—¿No recuerdas las circunstancias en que se divorcia­ ron Helena y Lambert? Tu madre nunca habría querido a ese hombre aquí. —De fondo se escuchaba la voz tran­quila del cura y el tintineo de los platos. Cuando Margit oyó el nombre de Lambert, su voz se tiñó de desconcierto; ahora parecía abiertamente nerviosa: hablaba de Helena con un respeto que habría hecho pensar que las estaba escuchando. Por un instante, la madre de Norma volvía a estar viva; al menos, sus deseos seguían obedeciéndose. Nadie hablaba de Helena con tanto afecto como ella—. Dejando aparte a sus dos hijos, que son estupendos, esos años no le trajeron más que dolor, y ya ves cómo terminó.

—Margit tragó y se oyó tintinear el vaso—. Olvídalo, te has equivocado.

Helena la Loca: su madre no soportaba ese apodo. Nunca le hablaba a Norma de sus visitas a Kuopio; sin embargo, en los últimos años había ido más a menudo y ella había deducido que la salud de Helena había evolu­cionado, aunque no sabía si a mejor o a peor. La verdad es que no se había atrevido a preguntar: los hospitales siem­pre la hacían pensar en la suerte trágica de los anormales, un tema al que la madre volvía y volvía hasta la saciedad. La ponían nerviosa. Además, ella ni siquiera recordaba si había visto alguna vez a Helena. De pronto cayó en la cuenta de que Margit no le había dicho si alguien había informado a Helena de la muerte de su madre, ni si He­lena estaba lo suficientemente lúcida para comprenderlo.

—Esos amigos sólo traían problemas.

Margit volvía a alterarse, aunque el Diazepam hacía que hablara más lento, como si tuviera lengua de trapo.

—¿Qué amigos? —Norma se preguntó si su tía aún sería capaz de reconocer a Lambert: hacía décadas que se había marchado a Suecia con Reijo Ross y desde entonces ninguno de los dos había vuelto a poner un pie en Naakka, ni siquiera para asistir al entierro de sus padres—. ¿Te refieres a Reijo? ¿Hay algún familiar de Reijo Ross en la comida? Puede que Lambert haya ido acompañando a alguno de los Ross.

—¿Los Ross? No, no, ni lo pienses. Ninguno de ellos tiene nada que ver con nosotros ya: lo pasado, pisado.

Seguramente su tía tenía razón. Su madre pensaba lo mismo: sin duda habría preferido mantener a esos amigos allí donde pertenecían, en el pasado. Pero si nadie se había puesto en contacto con Reijo, el viejo amigo de Lambert, o con Helena, ¿cómo se había enterado Lambert del ac­cidente? Norma no recordaba lo que ponía en el obituario ni si daba detalles del entierro: Margit se había ocupado de eso también. La noticia había aparecido en el perió­dico: «Una mujer muere al ser atropellada por el metro en Sörnäinen, la policía ha confirmado que no se trata de un crimen», pero no mencionaba el nombre de su madre.

Norma sacó otra pastilla del blíster y metió la tarjeta en el bolso. En el teléfono de información le dijeron que el número de Lambert debía de ser confidencial o que quizá fuera un móvil de prepago: no tenía asociada una direc­ción. Su madre habría sabido qué hacer conociera o no a ese hombre: su madre siempre tenía la solución a todos los problemas. La música animada de la radio resultaba inadecuada ese día, pero Norma le pidió al taxista que subiera el volumen. Camuflaba sus sollozos, su ineptitud: ya tenía más de treinta años y aún estaba acostumbrada a pedirle ayuda a su madre siempre que se veía frente a un problema serio.

Su madre no habría dejado que se preocupara por culpa de oscuros directores ejecutivos que le encrespaban el pelo como si hubiera sufrido una descarga eléctrica.