2011

A escribir hay que venir llorado.

La crisis se nota en que ya nadie anda por la calle con ese aire que da estrenar bufanda.

El conservadurismo natural galaico de Marieta —no siempre sus estilismos— choca con la pose autocomplaciente de su barrio. Malasaña: al encenderse un peta, no olvida mirarse de reojo en el espejo a ver si se lo está fumando bien. Cuando llega el buen tiempo, en algunas terrazas lleva más tiempo encontrar un sitio que sacar la oposición a notarías. Hay un aire desastrado que se mantiene y que Chueca ya perdió, aunque se dan paradojas: apenas quedan comercios viejos, pero florecen las tiendas de cosas vintage. Alguna vez intenté buscar un sitio de desayunos y ni Google me ayudó. Nuestra Malasaña es muy reducida: los puestos de libros, una copa tardía en Ruiz, cenas en la Osteria, algún café del pirata ese italiano que le encanta a Marieta y te cobra cuatro euros por espresso.

A lo largo de mi carrera —corta y abrupta— periodística, he acumulado la dirección de dos medios: concretamente, de 6.º    B Magazine y de 8.º B Magazine. Eran medios de información general aunque cabe lamentar que de poca difusión. El mayor placer,  claro,  era  reservarse  una  paginita  al  principio  para el

«queridos lectores», que me costaba no  pocas  controversias con el editor —mi padre. Toda esta banalidad arqueológica-sentimental no me sirve sino para señalar a tantas personas que nacieron con un saco de tinta en los riñones, con el veneno del periodismo prácticamente en el primer biberón, con esa ilusión tan modesta como firme de aportar, de informar, de opinar, de hacer las cosas bien hechas y que —al mismo tiempo— se dejaran leer. Uno mira en torno y ve, no se sabe si agoreros o realistas, a los que dictaminan el fin de un oficio a la vez tan noble y tan plebeyo. Es algo preocupante, porque claro, ¿qué haríamos tantos, qué haría yo mismo? ¿Redactar los folletos de alguna agencia de viajes, de algún catálogo de muebles de oficina? Ojalá el tiempo roedor que terminó con tantas cosas no termine también con el viejo y bello oficio de escribir en los  periódicos.

Andrés. Dos o tres noches por semana —o al menos una o dos— quedamos para cenar. Él no tiene mucho que hacer ahora —está en paro—, de modo que está disponible siempre y es un compañero de barra excelente. Cuando prueba un vino nuevo, te mira a los ojos y te dice con énfasis: «Ignacio, es el mejor vino que he tomado en mi puta vida». Al principio, cuando tenía más parné, fuimos incluso a Santceloni a perdernos entre becadas y vinitos de Madame Bize-Leroy; ahora vamos a El Padre, que no es bonito, que no es cómodo, que no es firme en la cocina pero que tiene vinos buenos y un martini —o dos— para darte un bofetón de bienvenida.

Ojalá en el año nuevo volvieran el gremio de los ascensoristas, la propina a los acomodadores, el taburete de tocador, las bañeras portátiles, la vieja exonimia castellana (Maguncia, Bona, Estucardia, Algovia), los estampados Morris, el decoro tipográfico, las meriendas con vino dulce, aquella muchacha que amé a los quince años.

Marieta, que es muy culta, dice que me parezco al divino Augusto porque —según Suetonio— el prócer temía más que nada las corrientes de aire. Es una comparación ciertamente halagadora. En realidad, el hecho de que quien escriba sea friolero creo que viene en la propia memoria genética del oficio, cuando los viejos monjes tenían que escribir en un cuarto caldeado para que la tinta no se les echara a perder. No es una mala tradición en la que incardinarse cuando, cualquier mañana de domingo,  uno se pone el cárdigan  de escribir para la felicidad de ir garabateando algo.

Podemos amar las perdices, las palomas, las cercetas, las becadas: Marcial y yo —¡ustedes perdonen!— amamos con especial ahínco los zorzales. Por suerte, aquí está permitida una feliz promiscuidad y creo que estamos ante amores que suman. Conseguir zorzales, sin embargo, no es fácil. Durante años los esperé en vano, con el recuerdo mitificado de algunas mañanas de caza en que un amigo de mi padre traía una tartera. Este año, tras llamar a varios restaurantes y dejarlo correr por no parecer un maniaco, ya me vi obligado a poner un anuncio en internet: «compro zorzales». Finalmente, este sábado por la mañana, a esas horas en que están levantados los cazadores, me llamó un señor que venía de Toledo con una docena. Se plantó en mi casa y se los compré, contento al fin de tener mis pajarillos tras tan larga peregrinación y planeando, con Andrés, qué hacer con ellos, quizá un arroz.

Ese mismo día voy a un restaurante a comer: «y fuera de carta, tenemos zorzales al oloroso…».

Zorzales: viéndolos, te sientes un Francisco de Asís; comiéndolos, un Calígula.

Esa última humillación de dar la razón al mundo frente a nuestros males.

Preferimos  no  pensarlo,  claro,  pero  ¿cuánta  gente  lee  La  Gaceta —y qué público tiene? ¿Para quién trabaja uno? Yo mismo, cuando llego por la mañana a la redacción y veo a Irina leyendo El País no puedo menos que pensar que es ya un gesto antiguo. Obviamente, nuestro periódico no ha  sido nunca un instrumento para articular cierto pensamiento conservador, ni siquiera como guerra cultural —es solo carga dinamitera antizapaterista. Una cosa o la otra, al final da lo mismo: si lo compra alguien, es por el dvd.

Media mañana soñolienta de domingo en la redacción. Ajetreo mínimo de páginas que terminar, cierto arrastre de la pereza del sábado, el mundo detenido en la claridad del cielo, las gentes que van llenando la iglesia de los jesuitas en Serrano. En este momento se anuncia el alto el fuego de eta, y una adrenalina invisible recorre la redacción como un latigazo. Algunos periodistas vuelven de casa, otros cambian la columna. Quien mejor resume el sentimiento es un perro viejo —Llorente, jefe de nacional— a quien se le escapa «ya es mi tercera tregua de eta». Me ha pasmado el dolor, la larga resignación, que había en la frase.

Ningún género más insoportable que el de los sueños ajenos.

Tuve una profesora francesa —cuya sobaquina, por cierto, impregnaba cuatro o cinco manzanas del barrio del Retiro— que reprochaba cierta grosería a la lengua española, bastez que ella cifraba en un término: «pantorrilla». Y tal vez tenga algo de razón, al menos en lo que se atiene a nuestra propensión a la eufonía: siendo el mismo tubérculo, no es lo mismo que nos sirvan tupinambo que aguaturma que batata de caña que alcachofa de Jerusalén (!) que... «patata pedorrera». Ahora se lleva mucho añadir a los platos una cosa que se llama salicornia y que no tiene más prestancia que el humilde, alegre y franciscano perejil. Alguna pretensión late en todo cuando desdeñamos un «rehogado» frente a un «panaché».

Nos pasamos como una contraseña la indicación de los sitios —ese bar, aquel restaurante— en los que dejan fumar cuando todo está tranquilo. Mientras tanto, salimos de cuando en cuando al cuarto de fumadores de la redacción: la pura calle, con lluvia, sol o viento. A las dos de la tarde todo el mundo abandona el edificio, como escolares que han oído la sirena de la hora en el colegio.

A Augusto Algueró le cupo una felicidad inmensa: se hizo rico con la música sin hacer el payaso sobre ningún escenario, sin que los fans le molestaran en los bares. Véase si fue listo que se casó con una de las mujeres más guapas de la época, Carmen Sevilla, agazapado tras su sonrisa de miope. Todas las Penélopes que habitan en este mundo son un tributo a su nombre, aunque la culpa ahí sea de los padres. Quizá, en otro país, Algueró hubiera llegado a ser un Bacharach o un Mancini: es lo que cabía esperar de quien escribió La chica yeyé, y que levante la mano quien no lo haya bailado en el momento de euforia de un baile de boda. Lamentablemente, el cine del desarrollismo dio para lo que dio. En todo caso, si cada uno se va trabajando su propia muerte, ha sido de una justicia poética perfecta que Augusto Algueró muriera, dónde si no, en Torremolinos.

Si uno mira atrás, ¿qué es lo que queda de edénico y hermoso de la vida? ¿Días en Londres, en París? ¿Viajes? ¿Ese ocio perpetuo de la juventud? ¿Cuba, Nueva York? ¿Algún día con amigos, el amor nuevo, el amor consolidado? Quién sabe si algún vino memorable, la sorpresa de un lugar,  las tardes de escribir  o las noches de libros, alguna de esas clases o conversaciones en las que «ardía el corazón». Sin embargo, cabe suponer que  la vida es una narrativa y no un álbum de anécdotas, y que lo que más se aprecian son cosas de fondo: el tiempo y la familia, los lugares donde hemos vivido, todas esas cosas que tienen un significado aunque no nos hayamos parado a dárselo.

El Café Comercial fue —literalmente— mi primera redacción, cuando uno pasaba por poco de los veinte y tenía la ilusión de llegar a periodista. Pocas ilusiones menos explicables, pocas más tenaces. Por entonces buscaba historias que me pudieran publicar, y creí que Guinea Ecuatorial  lo tenía todo:  petróleo  a pie  de playa, una oposición perseguida y un dictador cruel. Puede pensarse que esas son tradiciones comunes a no pocos países africanos, pero Guinea también tenía esa vieja huella hispana que no tenían, pongamos, Malawi o las Comores. Y era en el Comercial donde, bloc en mano, me reunía tantas veces con las gentes del exilio: «¿Sigue mal lo de Corisco? ¿Y qué dices que pasa en Black Beach?». Luego salía al frío de la calle, pobre como solo lo es un periodista a los veintipocos años, pero con el bloc —por suerte— en llamas. Después  de esa temporada, ya nunca  he vuelto  a ser un habitué del Comercial: el café no era bueno, y la clientela —chicos con rastas que dialogaban sobre las miserias de la vida— tampoco me causaba mayores entusiasmos. A cambio, al Comercial había que agradecerle que no tuviera pizarras con frases flower-power ni carteles que anunciaran zumos purgativos. Tampoco servían esos gin-tonics que recuerdan a los balcones  con geranios. Quizá por ese mismo anacronismo el Comercial ahora amenaza el cierre. Y a uno le da pena, siquiera porque de los viejos cafés uno podía salir hacia el poder o hacia la cárcel, como ha escrito hace poco un amigo, mientras que de un Starbucks solo se va a la oficina o a la clase de spinning. Después de todo, tal vez no esté mal ahorrarse revoluciones. Porque es así: al final, el cierre del Comercial nos duele porque es muy difícil no creerse que uno, solo por ser más joven, también era más feliz.

Llegan los chinos y los rusos y lo compran todo. Antes, por ejemplo, cualquier don de Oxford podía permitirse algún capricho enológico al cuatrimestre, algún gran nombre, Margaux, Mouton, Latour, buenos claretes, como una educación sentimental. Bien, en pocos años los precios —leo— se han multiplicado por siete, de modo que hay que ir por todas las tabernas haciendo acopio de listados, porque hay mesoneros despistados que pasan años y años sin revisar los precios. Por supuesto, ocurre que uno va dos o tres veces y despiertan de su letargo y los actualizan de inmediato: así nos pasó, ay, en Errota Zar. Pero mientras, que vengan y vayan los Margaux, el más español de los burdeos, en ese Médoc que pone dulzuras femeninas y viejas flores al áspero tanino bordelés.

Algunos no entran en El Plató porque no les da la nómina y otros entramos de tal manera que la nómina ya no nos da para nada más. El momento del sitio es por la noche, claro, cuando llegan familias de gatoadictos de Onteniente a arrimar la nariz a la cristalera para ver a Alejo y a García Serrano en directo en la tv. Por la noche, por tanto, es sitio que hay que evitar, pero por el día, ah, por el día podríamos pasar horas ahí, y son tantas las veces que he recorrido la carta que ya debiera llegar a aborrecer el ajoarriero, el fuet de Lerín, los bocartes, la carrillera y, ante todo, el «plató» (sic) de salmón con frutos secos. Esto sí que es «cocina de la memoria», a fuer de repetición, y no deja de tener su ironía que evite —por el hartazgo y por el sablazo— comer en El Plató. La hora feliz es la hora en que —con las páginas ya entregadas— bajamos a por el primer pelotazo: siempre estará disponible Roig o Pou si está en Madrid, o quizá Paco. En los días más optimistas mariconeamos con la ginebra, a la que ponen una importante carga de biomasa —pimienta rosa, enebro, anís estrellado—, pero confieso haber llegado a pedir, por puro tedio, un gin-tonic de discoteca: en vaso de tubo rallado y con la tónica caliente. Si alguna vez hay un problema con las páginas, dejamos la copa y subimos a la redacción. Pero nunca hay problema, claro, y lo que El Plató nos permite es un placer singular: ponernos ya borrachos a beber.

Ahora hay un viento muy fuerte contra el catolicismo, pero lo más pesado en una religión que sobrevivió a Vespasiano y a Arrio no está en sus enemigos sino en nuestros propios hermanos católicos: unos muy progres, otros muy sacristanescos, lo más justo, sin embargo, es decir que mis problemas con los católicos empiezan conmigo mismo. Por suerte, terminan en ese consuelo intelectual llamado Benedicto XVI.

Vemos ahora que la gente paga por el silencio, en la curiosa presunción de que pueden soportarlo. Desde luego, que a uno le paguen por trabajar en silencio es un privilegio de género superior. Ocurre con la traducción, uno de esos oficios tan escasos que pueden ejercerse en bata. Sus ventajas son relevantes. Nadie habla por teléfono ahí al lado. Nadie nos pregunta si vimos ayer al Atleti. Nadie nos mira al encender un cigarrillo como si estuviéramos cometiendo un parricidio. Uno puede encapsularse por completo del filisteísmo del mundo, en soledad autosatisfecha o eso que Delvaille llamaba «una clandestinidad superior».

En cuanto a la escenografía, Jünger recomendaba no situarse nunca ante un paisaje demasiado estimulante, pero —a la hora de traducir— a mí me gustaba ver la gradación de la luz sobre el campo, en el verano, o esos árboles del Retiro que saben atardecer con toda gloria. Al final, traducir es oficio lento y tortuoso. Y se hace necesario algún refresco contra el extraño recorrido interior del traductor: la sensación de que uno no avanza cuando en realidad sí avanza, o esa otra sensación de avanzar cuando nos hemos estancado. Ahí la traducción nos exigirá siempre el recogimiento y la concentración del tiempo continuo: nunca sabremos si il filo nos vendrá en la primera hora, en la tercera, nada más ponernos o en el último esprint de la mañana.

Es posible que me haya ido gestando una imagen feliz del oficio, quizá por haber tenido a un traductor como profesor de idiomas, hombre plácido y benigno, siempre competente. Esa imagen feliz contrasta no poco con cierto abandono en la estima que parecen merecer los traductores. Existe el argumento de que uno puede escribir cualquier cosa, que será perecedera, mientras que la traducción de un buen autor —de un autor clásico— al menos es un mérito sin controversia. Simon Leys dice que la traducción no ha de ser nunca un gagne-pain: si uno está pendiente de entregar y de cobrar, no puede dedicarle al libro tanto tiempo como el libro requiere. Por eso hay traducciones con envergadura de monumento —Proust, la Anatomía de la melancolía, Guerra y paz—, a las que el traductor puede dedicar sus mejores años, y esos son los empeños que hacen una lengua y dan fuste a una cultura. Por supuesto, de las frustraciones de la traducción o de su imposibilidad misma se sabe  con solo echar una mirada al texto  original  de  alguna  edición bilingüe de los clásicos latinos o alemanes: cuántas versiones de Hölderlin nos harían pensar que fue un poetastro. Por mi parte, reconozco mirar con todo horror la inmodestia de aquellos que, en el fondo, quieren mejorar a Shakespeare desde la mesa camilla de su casa: si la traición es inevitable, la traición ha de ser mínima. Algo quiebra —en ética, en arte— si uno decide suprimir lo que está o añadir lo que no está. Eso puede ser otra cosa, incluso muy estimable, pero quien la haga no debe llamarse traductor.

Los escritores —de Baudelaire a Larbaud— han tenido fama de traducir con acierto, aunque a España nos han llegado prestigiosas traducciones de iberoamericanos que tradujeron a un  castellano, digamos, demasiado propio:  pienso,  tan  alabado, en Julio Cortázar. No pocos escritores se han ejercitado en la traducción en tiempos de sequedad —Valéry, por ejemplo— o para aprender o depurar sus vicios, a lo Pla. También ha habido gentes particularmente cultistas, como J. M. Valverde, que no hablaban una palabra de la lengua y traducían in vitro, aunque vaya en defensa de Valverde que, quizá por su extraordinario castellano, suena mejor que ningún otro. De cuando en cuando surge el milagro: pienso en el Leopardi de Sánchez-Rosillo, o en tantas versiones de Pujol, el Tristram Shandy de Marías que leí en un verano inolvidable de Menorca. Lo ideal, según Larbaud, traductor generosísimo y autor de un clásico recóndito sobre    la materia, es elegir a un escritor que sea de nuestro agrado y nuestro interés: ahí, al tomar la traducción como forma suprema de la lectura, se pueden llegar a grandes transportes de gozo. En mi caso, con Waugh o con Auchincloss, debo decir que tenía la sensación de asistir a un magisterio inexplicable, a un aprendizaje de intensidades y de ritmos. Es la traducción como escritura vicaria, cuando se pone toda la instintividad al servicio de la musicalidad de un fraseo ajeno.

Más allá de trabajar en bata, el traductor —en efecto— será conocedor de otros placeres: puede sentir la viveza de una comunicación como un hermanamiento; conocerá las entretelas de calidad de una prosa, podrá poner en olvido esas costuras del texto que dejan escapar el incómodo olor a traducido. Aprenderá incluso a ser tan inclemente como rápido al detectar malas traducciones. No en vano, si el oficio ofrece alegrías, también tiene su repertorio de venganzas: quizá la más frecuente, ver a tantos y tantos que suenan a traducido.

Charlas, clases, conferencias: el horror de la voz de uno ocupando toda la sala y —aún peor— el silencio de los otros. Menos mal que la gente se venga pensando cualquier cosa horrible del orador.

Desayuno con CP. Y pensar que iba uno con ánimo condescendiente. Llego dos o tres minutos tarde. Alta, altísima. Cuarenta y cinco años. Piernas sin fin. Ojos de color miel transparente —los ilumina, en El Plató, el sol de la Castellana. Tiene una manera de no tener prisa. Puede permitirse cierta languidez, sobre todo en la postura (huesos largos). Súbitos ataques de un entusiasmo que domina bajando la voz. Chispazos de diamante bueno en la sortija —solo una— y los pendientes. Complementos discretos, mullidos, de alta calidad. A esta mujer, años atrás, no habría varón que se le acercase. Crianza americana. Preocupada por el qué dirán de su editorial —la coherencia de su línea, obsesión común de los editores. Muy crítica con algunos de sus libros. Es menos seria que por teléfono —y juguetea mucho con él al hablar. Habla de su experiencia en Crítica, en Planeta. Sacó una serie de homenots que escribían de sus hobbies.

A los homenots tenía acceso por ser de un cogollo muy fino: su padre ha sido de todo, de secretario de Estado con Solchaga a director del Instituto de Empresa Familiar, que es un lobby de enjundia. Comparte cierta preocupación por el desprecio a la cultura. Me cuenta que a los treinta y pico años, separada y con un hijo, se fue a hacer un máster de Literatura Hispanoamericana a EE. UU. No aspira a vender más de mil libros, pero sí a editar los que le dé la gana.

Amor por siempre a la lima Rose’s, que mi amigo Bernardo usa para asperjar el agua del grifo y darle un poco de chic. Para el bárman es lo que el «3 en 1» es para el manitas. En su origen nació —hablamos de la Armada británica— para prevenir el escorbuto y hoy sigue viva para prevenir o espantar melancolías, bien mezclada con el gin del gimlet, fiel amigo que me acompaña desde aquellos años de la adolescencia tardía en que se abrieron las puertas del conocimiento al tomarlo en Balmoral. El gimlet tiene un brillo déco, verde frío, en esa armonía cónica, inimitable, de la copa de martini. Cuatro gimlets, bendito sea Dios, equivalen tan solo a dos gin-tonics.

Ser importante no es importante.

Somos tan débiles que ni siquiera podemos ser malos.

Es malo que nos odien, pero resulta mucho peor que no nos amen lo suficiente. Lo peor de todo, sin embargo, es que nos amen en exceso —porque nos aman pero no nos conocen.

Dejarnos con su perfume: esa última cortesía que tienen con nosotros.

Vivo entre mis semejantes con el cuidado de quien acabara de aterrizar en una tribu de hotentotes.

Hay quien colecciona sellos, monedas, relojes,  desengaños: uno, lo que colecciona son rótulos. Es una colección modesta y poco posesiva: al fin y al cabo, no podemos arrancar los tipos magníficos del «Hotel Tirol» o de «Hijos, sucesores de Luis Mira» y ponerlos en el despacho para enseñarlos con arrobo a las visitas. Tampoco lo podríamos ya hacer, ay, con el rótulo de la tienda de la editorial Juventud —Madrid, barrio de Salamanca—, que resumía en su sencillez la belleza tipográfica de otra edad en la que, quizá, se consideraban más estas cosas. Ciertamente, tener rótulos bonitos o feos no es de la misma trascendencia que comer o no comer, pero sí es trascendente la diferencia entre pasear —vivir— en un lugar donde las cosas se cuidan y un lugar donde las cosas no se cuidan. Y alguna gracia antigua y humana y valiosa se pierde cuando desaparece el rótulo de Juventud y en su lugar aparece el estridor policromático de una caja de ahorros. Tal vez solo ocurra que la belleza importa menos, y quien pruebe a pasear por Las Tablas no dejará de notar esa soledad particular que deja la ausencia de belleza. Lamentablemente, con el adiós a Juventud no solo ha desaparecido un bonito rótulo; también se ha ido una de esas tiendas color canela que tenían su recoveco y su misterio, su curiosidad y su historia. Juventud, en concreto, contaba con los anaqueles bien patinados y los fondos de una editorial que —al menos antaño— fue egregia: publicaba y publica los Tintín, pero en su catálogo también tenía a Zweig, a Julien Green, a Emil Ludwig. En aquellos tiempos, sí, las editoras se llamaban Juventud o Destino —nombres falangistas—, y a la tienda de Juventud me llevó mi padre, lo recuerdo, a comprar alguna vez libros para el veraneo, de Operación Impala a La expedición de los Kon-Tiki o la ascensión al Everest narrada por Hunt. Quizá eran libros a los que entonces uno no hizo mucho caso, pero al pasar por delante de Juventud todavía teníamos la sensación de que podríamos entrar ahí otra vez, como si conjurásemos un tiempo perdido para siempre. Los últimos años he visto el escaparate entrecerrado, abandonado, melancólico: preparaba, sin duda, el adiós de una «tienda color canela» que ya ingresa en el pasado como esos años en los que todavía caminábamos de la mano del padre.

Descubro, a medias entre la elegía y el escándalo, que las peonzas han dejado de ser de madera. Ahora son de plástico. O tempora.

Tanto tiempo después de Galdós, en Madrid aún sigue existiendo ese tipo que es un poco opinador, un poco escritor, un poco periodista y completamente político.