¿Y si la historia no fuera como nos la han contado? En Una nueva historia del mundo clásico (Crítica), el historiador Tony Spawforth ofrece una imagen nueva de los pueblos y culturas del mundo clásico. Un relato nuevo de Grecia y de Roma y de su relación con los pueblos de su entorno, como persas y etruscos, que, fruto de su labor documental, se aparta de las síntesis tradicionales y enriquece el relato con las aportaciones más recientes de la investigación arqueológica.



Catedrático emérito de Historia clásica en la Universidad de Newcastle, Spawforth ha presentado numerosos documentales de la serie de la BBC Ancient Voices y es autor de varios libros, entre los que se encuentra el Diccionario del mundo clásico (Crítica, 2002). "Este libro -escribe en sus primeras páginas- cuenta una historia sobre una "civilización". A mi entender, más de dos milenios después, lo que más nos asombra de la Grecia y la Roma antiguas es su civilización. Mi historia aborda la construcción de esa civilización, levantada por muchas manos y que, como todas las historias, tiene un principio". El Cultural ofrece aquí esas primeras páginas de su nueva historia del mundo clásico, que se publicará en España el próximo 3 de septiembre.

Hace más de dos mil quinientos años, quizá a finales del siglo VIII a. C., un poeta relató unos acontecimientos que tuvieron lugar durante el asedio de la ciudad de Troya, que duró diez años. Este poema, la Ilíada, marcó el inicio de una de las principales y más antiguas tradiciones narrativas, cuya influencia se deja sentir hasta hoy. Así como el propio término «historia», esta tradición es un regalo que los antiguos griegos nos legaron.

Este libro ofrece al lector mi visión de la historia. Su ambición es proporcionar un relato accesible del enorme caudal de historia antigua que debe considerarse para apreciar no solo la remota sociedad que nos describió el poeta Homero y otras muchas cosas, sino también los últimos siglos de la Antigüedad, cuando una nueva y aparentemente imparable fuerza ­—los romanos— abrazaron y perpetuaron el legado cultural de la Grecia clásica.

Durante siglos, hasta bien entrada la era cristiana, los griegos antiguos, su forma de vida y sus tradiciones culturales se refugiaron tras los legionarios que custodiaban el Imperio romano. Gracias a los romanos, todo tipo de vestigios de la antigua cultura griega sobrevivió en el mundo medieval. Y algunos de ellos han llegado hasta nosotros.

Este libro cuenta una historia sobre una «civilización». A mi entender, más de dos milenios después, lo que más nos asombra de la Grecia y la Roma antiguas es su civilización. Mi historia aborda la construcción de esa civilización, levantada por muchas manos y que, como todas las historias, tiene un principio.

Allá por el año 440 a. C., un artesano que trabajaba en las alfarerías de Atenas decoró una vasija con la imagen de un hombre serpiente. Expuesta ahora en un museo de Berlín, la vasija representa una figura barbuda que sostiene un cayado. Hasta aquí todo normal. Pero, debajo de la cintura, en vez de piernas tiene anillos como los de una serpiente. A este tipo de criatura sobrenatural los griegos la denominaron «dragón», o drakōn: de ahí «Draco» Malfoy, el archienemigo de Harry Potter en Slytherin. Al decorar esta pieza, el pintor pensaba en un «dragón» concreto, y lo dejó claro añadiendo a la pintura, para quienes pudieran leer el alfabeto griego, el nombre de «Cecrops».

Los escritores antiguos denominaron Cecrops a un legendario rey de Atenas. En sus historias relataron que este rey civilizó a los ancestros de los antiguos atenienses mediante la invención del matrimonio, pues, según se decía, estos practicaban el amor libre. También les enseñó a escribir, a enterrar a los muertos y a construir ciudades. En agradecimiento por sus dones, los atenienses erigieron un altar en la Acrópolis a este rey serpiente. Aquí, a un tiro de piedra del Partenón, los descendientes de esos atenienses siguieron venerándole con ritos religiosos hasta los primeros siglos de la cristiandad.

Pero ese no fue el único rumbo que los griegos imaginaron que tomaría su viaje en el paso de la barbarie a la civilización. En ese mismo período, algunos griegos contaban una nueva historia radicalmente distinta. Un día de primavera, en el año 440 a. C. aproximadamente, una audiencia de hasta doce mil atenienses abarrotaba un edificio especial, hecho de madera, en las laderas de la Acrópolis. Fueron a disfrutar una nueva forma de arte, una forma que, en una definición moderna, «repetía experiencias humanas con pequeños cambios», o, como decimos hoy, espectáculos, obras de teatro.

En un momento determinado la audiencia escuchó a un coro de intérpretes masculinos que representaban a ancianos que cantaban este verso: «Hay muchas cosas formidables, pero ninguna tan formidable como el hombre». Aun traducida del griego antiguo, estas palabras del dramaturgo ateniense Sófocles parecen extraordinarias. En un mundo lleno de seres sobrehumanos, el autor, en esta frase, no concede ningún crédito a los poderes de los personajes legendarios ni a los dioses. Muy al contrario, para Sófocles la civilización es una creación humana. Como el coro relataría después, los humanos aprendieron por sí mismos a cazar y a pescar, a domesticar animales salvajes y a ponerles yugos para arar la tierra y cultivar cosechas; aprendieron a navegar por los mares, a comunicarse mediante la palabra, a construir casas, a vivir en comunidades y a protegerse al menos contra algunas enfermedades.

La idea griega de que el avance cultural del hombre desde sus inicios primitivos se logró exclusivamente por la capacidad humana puede sor- prendernos por su modernidad. Dicha idea encauzó las nuevas y revolucionarias maneras de pensar sobre la naturaleza humana que surgieron en algunas partes del mundo griego en los siglos v y iv a. C.

Hoy recurrimos a los arqueólogos, junto con otros expertos en disciplinas cuyos nombres empiezan por el prefijo «paleo», para reconstruir los primeros pasos de la humanidad hacia la complejidad cultural. Los griegos antiguos no desarrollaron las herramientas, conceptuales o prácticas, para este tipo de investigación. Durante siglos vivieron con dos explicaciones esencialmente incompatibles de los orígenes culturales. Una hacía hincapié en la intervención sobrehumana, la otra en las capacidades innatas de la humanidad.

Entre los dones de Cecrops a los atenienses primitivos se contaban dos elementos comunes de lo que hoy entendemos por civilización: la vida en la ciudad y la escritura. Los griegos tenían una palabra para este estado: hēmerotēs, un término que suele traducirse como «civilización». El sentido básico es «mansedumbre», estrechamente vinculado a los conceptos de conducta «moderada» o «humana». Para los griegos, lo contrario era «salvaje», de naturaleza bruta, también aplicable a los humanos. A diferencia de muchos de los habitantes de las ciudades actuales, los griegos antiguos vivían cerca de la naturaleza salvaje. Y no solo se trataba de, pongamos por caso, zorros urbanos y gaviotas. En el siglo III a. C. los leones seguían vagando por la Grecia septentrional.

En la ingeniosamente concebida planta superior del Museo de la Acrópolis, en el corazón de Atenas, los visitantes pueden dar la vuelta alrededor del Partenón o, mejor dicho, alrededor de una exposición de los restos de las figuras de mármol que un día adornaron el exterior del más logrado de los templos griegos antiguos, cuya construcción se inició en el 447 a. C. Ante esta exposición se adquiere una verdadera conciencia de lo que, en términos de esfuerzo y coste, se oculta tras los prolijos datos fundamentales del Partenón que aparecen en los libros de texto.

Una serie de placas esculpidas rodeaba el templo justo por debajo de la cubierta. Cada una de ellas medía, aproximadamente, 1,20 por 1,20 metros, con unas figuras talladas cuyo relieve podía superar los 25 centímetros de profundidad. Solo en el edificio original había 92 de estas placas —¡92!— además del friso continuo de figuras esculpidas y grupos escultóricos plenamente rematados en ambos frontones.

Para el tema que debían ilustrar estas 92 placas, el comité de ciudada- nos democráticos encargado del proyecto aprobó la elección de cuatro historias de carácter bélico y caótico, todas ellas situadas en la época legendaria griega. En una de estas historias, criaturas fantásticas —mitad hombre, mitad caballo— aparecen pisoteando y estrangulando a hombres griegos desnudos y perfectamente formados que contratacan hasta la victoria con sus brazos y piernas al descubierto. En una de estas placas puede verse un centauro de orejas puntiagudas que carga con una joven griega que intenta librarse de su captor. Los pliegues de su vestido dejan entrever un seno vulnerable, lo cual hace que el espectador no tenga que esforzarse mucho para comprender la difícil situación en la que se encuentra la joven.

Es difícil imaginar cómo los antiguos atenienses respondieron a esta imagen. Las posibilidades abarcan desde el puro deleite visual hasta la re- flexión profunda inspirada por lo que veían. Los expertos, basándose en el análisis del contexto cultural en sentido amplio, son más proclives a aventurar el objetivo de los narradores de la historia. Entre otras cosas, probablemente querían que el ciudadano ateniense interpretase un significado oculto en estas impactantes escenas. La leyenda popular del hombre-caballo salvaje sirvió como un ejemplo o símbolo de algo más profundo; es decir, el peligro que para el delicado esplendor de la vida griega civilizada re- presentaban las fuerzas de lo indomable.

En la época en la que los constructores del Partenón se afanaban en él, los griegos repensaban sus ideas sobre la civilización y sus enemigos debido a una amenaza real y presente a, precisamente, su forma de vida: «Adelante, hijos de Grecia. Liberad vuestra patria, a vuestros hijos, a vuestras mujeres, a los templos de vuestros dioses ancestrales, a las tumbas de vuestros antepasados: esta es la batalla por todo ello».3 Así fue como otra obra ateniense, ligeramente anterior, imaginó el grito de guerra griego en la batalla de la isla de Salamina, cercana a Atenas, en la que una flota compuesta principalmente por los atenienses y sus aliados logró una victoria decisiva sobre la armada persa empeñada en anexionar Grecia a un vasto imperio que ya incluía los asentamientos griegos en la costa occidental de la Turquía actual.

Estrenada en el teatro ateniense solo ocho años después (472 a. C.), Los persas fue la triunfal representación de un dramaturgo griego de cómo la corte persa, en el lejano Irán, recibió las noticias totalmente inesperadas de su humillante derrota. El autor, Esquilo, ofreció a su público ateniense un complaciente estereotipo del enemigo persa.

Esquilo hizo que los persas se refirieran diez veces a sí mismos como «bárbaros» (barbaros). En su origen, este término griego denotaba al hablante de una lengua no griega. Esquilo jugó con la tendencia más reciente a emplearlo de manera negativa, en el moderno sentido de bárbaro o barbárico, a medida que los griegos se sentían amenazados por un tipo desconocido de no griegos, los agresivamente imperialistas persas.

En el transcurso de la obra los actores atribuyen a los persas una serie de características poco envidiables, como la crueldad, la lujuria desmedida o una emotividad y un servilismo exagerados, como lo muestran su autocrático rey y sus sumisos súbditos, a quienes exigía una obediencia absoluta. Como este grito de guerra indica, Esquilo quería que los griegos se vieran a sí mismos como totalmente distintos —y, por supuesto, superiores— a los persas. Ellos eran libres, los persas esclavos. Esta idea de libertad también aflora en las descripciones y debates actuales sobre lo que entendemos por civilización. Al mismo nivel que, por ejemplo, la escritura y las ciudades, algunos analistas consideran que la presencia de la idea de libertad es un «signo de la modernidad civilizada».

Entre los griegos antiguos, a mediados del siglo v a. C. faltaba poco para que el término «bárbaro» adquiriese el mismo significado que sus derivados modernos «barbárico» y «barbarismo». Los constructores atenienses del Partenón tenían en mente este creciente sentimiento de superioridad griego respecto de los no griegos, sobre todo los persas. Al parecer, se decidieron a erigir el templo en parte como un trofeo victorioso para celebrar los éxitos militares griegos contra los persas. Pidieron a los escultores que no representasen batallas reales, sino parábolas que expresasen la gran idea de que la victoria sobre Persia fue también una victoria sobre una amenaza de los bárbaros a la (civilizada) forma de vida griega. Dichos relatos ayudaron a fomentar un sentimiento de identidad no solo entre los atenienses, sino entre los griegos en general: pese a la miríada de diferencias entre ellos, la victoria sobre Persia les proporcionó un sentimiento compartido de lo que no eran.

Mientras canteros y escultores trabajaban en el Partenón, otra obra de arte, más insigne aún en cuanto a novedad e impacto imperecedero, estaba tomando forma en la mente de un narrador griego. El escritor Heródoto procedía de la antigua ciudad griega de Halicarnaso. La ciudad portuaria de Bodrum, en la costa suroccidental de Turquía, ocupa ahora su lugar. Heródoto vivió a lo largo de mediados del siglo V a. C. y escribió un largo relato histórico en prosa continua, el primero en su estilo que ha sobrevivido en cualquier parte del mundo.

Heródoto describió la diversidad cultural de los vecinos no griegos de Grecia con respeto y ecuanimidad, admitiendo que toda sociedad humana tiene una tendencia natural a pensar que es la mejor.

Pues si a todos los hombres se permitiera escoger entre todas las costum- bres las más hermosas, después de examinarlas, cada cual se quedaría con las propias: a tal punto cada cual tiene por hermosas las costumbres propias. Por lo que parece que nadie sino un loco las pondría en ridículo.

La relatividad cultural y el pluralismo de este tipo de pensamiento hacen que, una vez más, Heródoto parezca casi moderno. Se dedicó a registrar cuidadosamente diversas tradiciones, afirmando que los griegos debían a los no griegos algunas características de su civilización. Señala que las letras del alfabeto griego fueron introducidas en Grecia por un migrante procedente del mundo de los fenicios (los griegos daban este nombre a los habitantes de la costa mediterránea que abarca desde la Siria moderna hasta el norte de Israel). Los expertos en lenguaje confirman el origen fenicio del alfabeto griego; así, la letra griega beta («b») no solo parece similar, sino que su nombre deriva también de su equivalente fenicio, bēt.

Esta apertura a las culturas extranjeras fue una seña de identidad de los griegos antiguos, al igual que las transferencias de tecnología que tal apertura permitía. Incluso durante las guerras entre griegos y persas a principios del siglo V a. C., las actitudes griegas ante los bárbaros eran más amplias de miras de lo que cabría esperar. En el Museo Británico se expone otro producto de las alfarerías atenienses, un ánfora realizada alrededor del 480 a. C. En uno de sus lados puede verse a un joven tocando la flauta. Sobre su larga túnica luce un chaleco ricamente tejido y bordado a cuadros. Esta lujosa prenda era de inspiración persa. Al parecer, los ciudadanos atenienses aceptaron las modas orientales incluso cuando luchaban para vencer a la fuerza invasora persa.

De ello se sigue que la manera en que los griegos antiguos contemplaban el mundo no era totalmente coherente. Actualmente, muchas personas manifiestan este tipo de pensamiento dual, dependiendo de dónde se encuentran y de con quién se comunican. En definitiva, dependiendo del contexto. En este caso, a los historiadores les puede parecer arriesgado generalizar acerca de las características, actitudes o valores de los «griegos antiguos» en su conjunto. Sin embargo, ellos mismos lo hicieron, pues llegaron a considerarse un grupo étnico que compartía ciertos rasgos culturales. Algunos griegos adquirieron este sentimiento de identidad colectiva en, de nuevo, los tiempos de Heródoto. A este autor debemos la primera descripción conocida de la que él denominaba «grecidad»: «el parentesco de todos los griegos de sangre y de habla, y los santuarios de los dioses y los sacrificios que tenemos en común, y lo similar de nuestro estilo de vida». Heródoto no revela qué fue lo que, en su opinión, originó este sentimiento de comunidad en sentido amplio, de grecidad. Ni tampoco afirma que los griegos eran griegos porque pertenecían a una única entidad política. En su época, el siglo V a. C., los griegos vivían en cientos de estados distintos y normalmente enfrentados. La civilización griega no se caracterizaba por una organización política a gran escala.

A pesar de ello, la civilización griega se «difundió». Mientras escribo este libro, una exposición perpetuamente itinerante está recorriendo el mundo: Europa, Norteamérica, Australia, Japón... Sigue trasladándose porque devolver los objetos que atesora a sus países de origen sería exponerlos al vandalismo islamista.

Entre estos objetos se encuentra una piedra que, en otro tiempo, formó parte de una fuente pública. El escultor la talló con la forma de una máscara grotesca, como las que usaban los actores en las antiguas comedias griegas, que cubrían toda la cabeza. En su día, de la boca abierta de esta máscara no brotaban palabras, sino un refrescante chorro de agua.

Este objeto debió llevar a cabo su función en una antigua comunidad que abrazó dos características de la civilización griega: el suministro público de agua y la afición a ver obras de teatro al estilo griego. Si este surtidor procediese de Atenas, sería un hallazgo bastante común. Lo que llama la atención es que los excavadores franceses lo encontraron en la frontera norte de lo que ahora es Afganistán, en un sitio arqueológico conocido localmente como Ai-Khanoum.

Este surtidor esculpido, que data de principios del 100 a. C., indica que gentes que vivían según el antiguo estilo de vida griego debieron de habitar en su día esta zona escarpada de Asia central. A juzgar por otros hallazgos, los colonos griegos llegaron allí en el 300 a. C., en la estela de las conquistas asiáticas de Alejandro de Macedonia (fallecido en el 323 a. C.), llevando consigo sus propias costumbres. Sus descendientes permanecieron en ese lugar remoto hasta que los nómadas procedentes del norte destruyeron su asentamiento allá por el 150 a. C.

Así pues, los griegos antiguos fueron migrantes y emigrantes. Y celebraban esta característica en sus muchas historias (no siempre reales) sobre ancestros que encabezaban expediciones para fundar ciudades en los tres continentes que los griegos conocieron y nombraron: Europa, Asia y «Libia», nombre con el que denominaban el norte de África. Para ellos, estas fundaciones eran «asentamientos lejos de casa», y Ai-Khanoum es una de las más lejanas. Esta fue una de las maneras en las que la civilización griega se «difundió».

Pero también había otra vía. En la Sicilia moderna, uno de los lugares favoritos de los itinerarios turísticos es un bien conservado templo de estilo griego que estuvo en activo en una ciudad antigua llamada Egesta o Segesta. Empezado a construir en el 400 a. C. y nunca terminado, las columna- tas dóricas del templo siguen en pie en espléndido aislamiento en medio de un paisaje de colinas y campos. Además de por su belleza, hay que destacar esta ruina porque sus constructores no fueron de etnia griega, sino un pueblo autóctono.

A los segestanos les atrajeron ciertos aspectos del estilo de vida griego porque sus vecinos eran colonos griegos que se asentaron en esa parte de Sicilia. Algo de lo que vieron les gustó lo bastante como para adaptarlo a sus propios fines, al igual que hicieron los griegos con la temprana adopción del alfabeto fenicio. Los colonos griegos en Sicilia no necesariamente salieron a buscar nuevos horizontes para «difundir» su forma de vida. Evidentemente, los segestanos decidieron incorporar esas novedades cultura- les helenas porque les parecieron atractivas.

Hubo sociedades cercanas no relacionadas con los griegos antiguos por etnia o (como diríamos hoy) por «herencia», que acabaron adoptando aspectos destacados del estilo de vida griego, como su lengua. Este tipo de «difusión» de la civilización griega se produjo porque las propias comunidades no griegas así lo eligieron. En esas elecciones, la originalidad y los logros tecnológicos de la creatividad cultural propios de la antigua Grecia probablemente desempeñaron un papel fundamental en su atractivo.

Algunos académicos advierten cierto parecido entre la «difusión» de la civilización griega por esta vía y la globalización moderna, un término que se emplea para describir la manera en la que los intercambios culturales propician un mundo más interconectado. Algunos consideran incluso la posibilidad de que esta globalización se convierta en una «supercultura»,7 cuyo alcance geográfico se extienda mucho más allá del pueblo que la origina, como un indicador de una verdadera civilización.

La Universidad de La Sorbona, en París, es una de las universidades más antiguas del mundo. Entre los estudios que ofrece hay cursos de «civilización francesa», que imparten conocimientos sobre «diversos aspectos de la cultura francesa». Dado que esto significa que los franceses identifican su cultura como una «civilización», quizá no sorprenda que este término sea la invención, bastante reciente, de un francés. El escritor del siglo xviii que acuñó la palabra «civilización» tenía en mente, al hacerlo, una familia de palabras en latín, la lengua de los antiguos romanos; estas palabras giraban en torno al concepto romano de ciudadano (civis) y de su responsabilidad con la sociedad (civilitas).

Los romanos conquistaron gran parte del mundo de habla griega en los últimos dos siglos anteriores a la era cristiana. Durante ese proceso, toparon con el núcleo de la civilización griega. Y absorbieron, adoptaron y adaptaron lo que encontraron. Los romanos fueron los que más hicieron para convertir la civilización griega en una antigua «supercultura», tal como la acabamos de definir.

Este proceso de transmisión cultural fue extraordinario en términos históricos. Al fin y al cabo, los romanos eran los maestros de los griegos en política y se enorgullecían de su superioridad militar, demostrada una y otra vez en el campo de batalla. Ningún otro de los pueblos sometidos de su imperio multiétnico tenía tradiciones culturales que a los romanos les parecieran remotamente seductoras, ni mucho menos que quisieran emular o mejorar. Sin este atractivo providencial para los romanos en los primeros siglos de la era cristiana, el legado cultural de Grecia no habría sido conservado y cultivado en la medida en que lo fue.

A diferencia de los griegos, que exploraron la idea de hēmerotēs en las muchas historias que narraron, los romanos no tuvieron un término corriente que equivaliese a «civilización». Por ello sus actitudes al respecto son difíciles de precisar. Una sala del Museo Arqueológico de Estambul ayuda a comprender cómo evolucionó su pensamiento, ofreciendo a los visitantes una exposición visual de lo que los individuos más notables de la clase dirigente del Imperio romano pensaron, en un momento determinado, sobre qué era la civilización y la relación de esta con el emperador romano.

Un hombre de mármol, de tamaño mayor que el natural, ataviado con la armadura de un comandante en jefe imperial, se yergue con un pie encima de un enemigo sometido vestido con pantalones, indumentaria que indica que era un bárbaro. El significado que la estatua quiere transmitir tiene que ver con la escena que decora el peto de este emperador. En un estilo arcaico que sugiere gran antigüedad, el peto muestra la figura de una diosa, también armada. La serpiente en un lado y la lechuza en el otro eran los atributos de Atenea, la diosa patrona de Atenas, lo que aclara que ella es la que aparece retratada. Los pies de Atenea se ciernen sobre otras figuras: una loba que amamanta a dos niños pequeños.

Aquí el desconocido escultor creó una imagen que, como las figuras del Partenón, tiene un significado oculto (o al menos velado) para nosotros. La loba es la criatura de la mitología romana que amamantó a los gemelos Rómulo y Remo, quienes, según el mito, fueron los fundadores de Roma. Atenea parece ser aquí un símbolo de Atenas, que representa a la ciudad griega que los romanos consideraron, por encima de todas las de- más, el origen de los dos elementos básicos de la vida civilizada, como la agricultura y el imperio de la ley, así como el máximo y mejor exponente de la civilización griega en los campos que nosotros describiríamos como las humanidades y las ciencias.

El atemorizado personaje vestido con pantalones bajo el pie imperial demuestra que los romanos también adoptaron el estereotipo negativo de los «bárbaros» propio de los griegos. En este mundo romano imperial de principios del siglo II d. C. (el emperador con barba es Adriano, que gobernó entre los años 117-130 d. C.), los temibles bárbaros aún vivían tras las fronteras del Imperio.

Los relatos modernos acerca de la civilización se resisten a ordenar los pueblos según una jerarquía de más o menos «civilizados». Los romanos, siguiendo a los griegos, no tenían tales escrúpulos. De forma consciente o no, sus gobernantes encontraron en la idea del bárbaro una manera de fomentar un sentimiento de identidad entre los multiculturales súbditos de Roma, resaltando lo que todos ellos no eran. La estatua de Adriano es un instrumento de propaganda. El «mensaje» que transmite parece estar dirigido a las clases cultivadas, especialmente a aquellas personas que se veían a sí mismas como las herederas culturales de la Atenas de los siglos V y IV a. C.

La escultura fue concebida para garantizar a tales individuos que el emperador romano se identificaba con sus valores culturales. Su postura agresiva daba a entender su disposición a emplear la fuerza para defender tales valores ante el ataque externo. Esta imagen ofrecía una justificación para los impuestos, los legionarios y el gobierno imperial. El tipo de estatua es quizá lo más cerca que los romanos llegaron a identificar al estado con la defensa de la civilización. Pero, en sí misma, es una imagen bélica, violenta, incluso un poco «bárbara».

El propio Adriano procedía de una rica familia de migrantes italianos que se asentó en España. Como era la norma en su clase social dentro de la sociedad romana, una costosa educación lo sumergió en la civilización griega. Su devoción personal por esa cultura y sus valores queda patente en un pasaje de un escritor romano muy posterior, que presenta a Adriano en términos encomiásticos como un prodigio intelectual y artístico:

Se sumergió en los estudios y las costumbres de los atenienses, dominan- do no solo su lengua, sino también las demás disciplinas: el canto, tocar la lira, la medicina, la música y la geometría; fue pintor y escultor en bronce y en mármol, casi igualando a los Policletos y a los Eufranianos. Así, en todos los terrenos fueron tantos sus logros que la naturaleza humana raras veces produjo un trabajo de tal distinción.

El reinado de Adriano formó parte de un período de unos ochenta años (del 98 al 180 d. C.), al que un historiador del Imperio romano del siglo xviii, el inglés Edward Gibbon, consideró la época de la historia del mundo en la que la raza humana fue «más feliz y próspera». En la actualidad muchos académicos se manifestarían de manera más cautelosa, y probablemente señalarían la práctica ausencia, en el Imperio romano, de lo que hoy denominaríamos «justicia social», por no mencionar la gran presencia de la esclavitud. La «prosperidad» de Gibbon fue, sobre todo, el privilegio de una pequeña élite imperial. Aun así, el Imperio romano perduró durante siglos.

¿Qué es más incierto que los males que ahora rodean el mundo habitado? Ver a un bárbaro pueblo del desierto invadiendo la tierra de otro como si fuera suya, y nuestra forma de vida civilizada consumida por bestias salvajes e indo- mables, que de humanos no tienen más que la apariencia.

El autor de este lamento, escrito en griego, fue un monje cristiano llamado Maximus, nacido en territorio romano, en lo que ahora son los Altos del Golán, y que escribió estas palabras aproximadamente en el año 640 d. C., cinco siglos después de que Adriano diese el nombre de «Palestina» a esa parte del Imperio romano. Maximus alude a una nueva potencia oriental, agresiva y militante, el califato musulmán, empeñado en anexionar lo que entonces quedaba del Imperio romano. Cuando los ejércitos árabes con- quistaron Jerusalén en el 637 d. C., Palestina, patria de Maximus, dejó de ser territorio romano.

En esa fecha el Imperio romano ya no era un estado panmediterráneo. Entonces sus emperadores gobernaban desde Constantinopla, una nueva capital imperial fundada en el Bósforo el 324 d. C. Los romanos no pudieron mantener el gobierno imperial en la Europa occidental. De aquí las grandes migraciones desde el 370 d. C. en adelante que ayudaron a sentar las bases de un nuevo mundo, el mundo «medieval».

Este libro se centra en el mundo antiguo. Presenta la historia, tal como yo la entiendo, desplegada a grandes rasgos en orden cronológico, de los inicios y el desarrollo de dos sociedades antiguas y solapadas, la griega y la romana, que nos legaron la «civilización clásica». Es una historia dirigida a lectores lo suficientemente interesados en el tema como para empezar a leer este libro, aunque no estén muy familiarizados con las disciplinas de la historia clásica o antigua.

Dada la amplitud del tema, la historia que ofrecemos tiene que ser selectiva. El libro pretende proporcionar una formación histórica actualizada de las creaciones culturales de la Antigüedad clásica que para muchos de nosotros siguen siendo relevantes, desde las obras de arte, el teatro y el conocido como primer ordenador (al que nos referiremos en el capítulo 16), por parte griega, hasta las villas y ciudades del Imperio romano, cuyos res- tos denotan una calidad de vida que aún nos sigue maravillando.

También pone de manifiesto la medida en que la interacción creativa con pueblos vecinos estimuló, en muchas ocasiones, la innovación cultural. Esto incluye las influencias orientales que subyacen en gran parte del florecimiento cultural de las primeras ciudades-estado (setenta y seis siglos a. C.), y la adopción, que ya hemos comentado, de diversos aspectos de la civilización griega por parte de los romanos en una escala que invita a la comparación con, por ejemplo, la «occidentalización» Meiji de Japón (1868-1912).

Resulta difícil pensar en cualquier civilización en la historia del mundo que no haya planteado la incómoda contradicción entre sus grandes logros en materia cultural y la opresión de la población, tolerada por el estado y ejercida de un modo u otro. En estos aspectos las sociedades de la Grecia y la Roma antiguas a menudo actuaron de maneras que pueden parecernos sumamente duras, y que además libraron unas guerras interminables. Este libro prescinde de la mirada almibarada con la que los victorianos, por ejemplo, gustaban de contemplar las «glorias» y la grandeur de las antiguas Grecia y Roma. Ellos heredaron una persistente tendencia entre los europeos, que se remonta hasta el Renacimiento, que otorgaba a la civilización de Grecia y Roma un respeto y una autoridad exagerada, considerándola, dicho en otras palabras, «clásica».

Aun con todo, al final (en mi opinión) los escritores deben concretar bajo qué prisma abordan el tema. Este libro se decanta firmemente por admirar los logros de la Grecia y la Roma antiguas al tiempo que relata la extraordinaria historia de estas civilizaciones entremezcladas.