Obsesión

Vosotros, altos bosques, me amedrentáis como catedrales;

aulláis igual que el órgano; y en nuestros corazones malditos,

cámaras de duelo eterno donde resuenan antiguos estertores,

se repiten los ecos de vuestros De profundis.

¡Océano, te odio! Tus brincos y tumultos

los encuentra mi espíritu en sí; la risa amarga

del hombre derrotado, llena de sollozos y de insultos,

yo la escucho en la risa tremenda de la mar.

¡Cómo me gustarías, oh noche, sin esas estrellas

cuya luz habla un lenguaje consabido!

¡Pues yo busco el vacío, y lo negro, y lo desnudo!

Pero las tinieblas son también ellas lienzos

donde viven, brotando de mis ojos a miles,

seres desaparecidos de miradas familiares.

Traducción de Luis Antonio de Villena

Mujeres malditas

En la arena tumbada, cual recua pensativa,

hacia los horizontes del mar sus ojos vuelven,

y con los pies se buscan y sus manos cercanas

desmayos dulces tienen y temblores amargos.

Unas, almas prendadas de largas confidencias,

en el fondo del bosque donde arroyuelos cantan,

de niñeces medrosas el amor deletrean

y graban en el tronco de verdes arbolillos;

las otras, como monjas, marchan lentas y graves

a través de las rocas de apariciones llenas,

donde vio San Antonio surgir sus tentaciones

con los pechos desnudos y purpúreos, cual lavas;

las hay, que al resplandor de chorreantes resinas,

en el mundo agujero de los antros paganos,

te llaman en ayuda de sus aullantes fiebres

¡Oh Baco, que los viejos remordimientos duermes!

Y hay otras, cuyo cuello ama el escapulario,

que, escondiendo el cilicio bajo sus largas ropas,

mezclan en los boscajes, las noches solitarias,

la espuma del placer y el llorar del tormento.

¡Oh mártires, oh vírgenes, oh demonios, oh monstruos,

cuyas almas tan grandes la realidad desprecian,

satiresas, devotas en busca de infinito,

ora llenas de gritos, ora llenas de llantos,

a vosotras, que mi alma persiguió en vuestro infierno,

amo, pobremente hermanas, y a la par compadezco,

por vuestras tristes penas, vuestra sed insaciable

y las urnas de amor que vuestros pechos colman!

Traducción de Alain Verjat y Luis Martinez de Merlo

Sueño parisiense

I

De aquel terrible paisaje

Como nunca vio mortal,

Esta mañana, aún la imagen

Vaga y lejana perdura.

¡Lleno está el sueño de magia!

Por un singular capricho

Desterré de ese espectáculo

Al barroco vegetal,

Y, pintor fiel de mi sueño,

En el cuadro saboreé

La monotonía embriagante

De agua, mármol y metal.

Babel de arcos y escaleras,

Era un palacio infinito

lleno de fuentes y aljibes

En oro bruñido o mate;

Y rumorosas cascadas,

Como cortinas de vidrio,

Se suspendían destellantes

Sobre murallas metálicas.

No árboles, sino columnas,

Ceñían estanques dormidos,

Donde gigantescas náyades

Como damas se miraban.

Capas de agua se extendían,

Por muelles rosas y verdes,

Durante miles de leguas,

Hacia el fin del universo;

Había piedras inauditas

Y olas mágicas; había

Inmensos hielos absortos

Por lo que ellos reflejaban.

Taciturnos y distantes,

Ganges en el firmamento,

Arrojaban sus tesoros

En diamantinos abismos.

Arquitecto de mis magias

Hacía, a mi voluntad,

Bajo un enjoyado túnel

Pasar un manso océano;

Y hasta los negros colores

Parecían claros y limpios;

Fundía su gloria el líquido

En el rayo cristalino.

No había vestigio de astros,

¡Ni siquiera el sol poniente,

Para alumbrar los prodigios

Que con su fuego brillaban!

Y sobre esas maravillas

Planeaba (¡atroz novedad!

Presente el ojo, no el oído)

Un infinito silencio.

II

Al abrir mis ardientes ojos,

Miré el horror de mi cuarto

Y sentí, de nuevo en mi alma,

De la inquietud el aguijón;

El fúnebre son del péndulo,

Me recordó el mediodía;

Caía la oscuridad

Sobre el embotado mundo.

Traducción de Antonio Martínez Sarrión

Al lector

La necedad, el error, el pecado, la tacañería,

Ocupan nuestros espíritus y trabajan nuestros cuerpos,

Y alimentamos nuestros amables remordimientos,

Como los mendigos nutren su miseria.

Nuestros pecados son testarudos, nuestros arrepentimientos cobardes;

Nos hacemos pagar largamente nuestras confesiones,

Y entramos alegremente en el camino cenagoso,

Creyendo con viles lágrimas lavar todas nuestras manchas.

Sobre la almohada del mal está Satán Trismegisto

Que mece largamente nuestro espíritu encantado,

Y el rico metal de nuestra voluntad

Está todo vaporizado por este sabio químico.

¡Es el Diablo quien empuña los hilos que nos mueven!

A los objetos repugnantes les encontramos atractivos;

Cada día hacia el Infierno descendemos un paso,

Sin horror, a través de las tinieblas que hieden.

Cual un libertino pobre que besa y muerde

el seno martirizado de una vieja ramera,

Robamos, al pasar, un placer clandestino

Que exprimimos bien fuerte cual vieja naranja.

Oprimido, hormigueante, como un millón de helmintos,

En nuestros cerebros bulle un pueblo de Demonios,

Y, cuando respiramos, la Muerte a los pulmones

Desciende, río invisible, con sordas quejas.

Si la violación, el veneno, el puñal, el incendio,

Todavía no han bordado con sus placenteros diseños

El canevás banal de nuestros tristes destinos,

Es porque nuestra alma, ¡ah! no es bastante osada.

Pero, entre los chacales, las panteras, los podencos,

Los simios, los escorpiones, los gavilanes, las sierpes,

Los monstruos chillones, aullantes, gruñones, rampantes

En la jaula infame de nuestros vicios,

¡Hay uno más feo, más malo, más inmundo!

Si bien no produce grandes gestos, ni grandes gritos,

Haría complacido de la tierra un despojo

Y en un bostezo tragaríase el mundo:

¡Es el Tedio! -los ojos preñados de involuntario llanto,

Sueña con patíbulos mientras fuma su pipa,

Tú conoces, lector, este monstruo delicado,

-Hipócrita lector, -mi semejante, -¡mi hermano!

Traducción de Luis Antonio de Villena

El albatros

A menudo, por divertirse, los hombres de la tripulación

cogen albatros, grandes pájaros de los mares,

que siguen, como indolentes compañeros de viaje,

al navío que se desliza por los abismos amargos.

Apenas les han colocado en las planchas de cubierta,

estos reyes del cielo torpes y vergonzosos,

dejan lastimosamente sus grandes alas blancas

colgando como remos en sus costados.

¡Qué torpe y débil es este alado viajero!

Hace poco tan bello, ¡qué cómico y qué feo!

Uno le provoca dándole con una pipa en el pico,

otro imita, cojeando, al abatido que volaba.

El Poeta es semejante al príncipe de las nubes

que frecuenta la tempestad y se ríe del arquero;

desterrado en el suelo en medio de los abucheos,

sus alas de gigante le impiden caminar.

Traducción de Enrique López Castellón

Confesión

Una vez, una sola, mujer dulce y amable,

En mi brazo el vuestro pulido

Se apoyó ( sobre del denso fondo de mi alma

Ese recuerdo no ha palidecido);

Era tarde; al igual que una medalla nueva,

La Luna llena apareció,

Y la solemnidad nocturna, como un río,

Sobre París dormido se extendía.

Los gatos, por debajo de las puertas de coches,

Deslizábanse furtivos

El oído al acecho o, como sombras caras,

Nos seguían despacio.

Y de súbito, en medio de aquella intimidad,

Abierta en la luz pálida,

De Vos, rico y sonoro instrumento en que vibra

La más luminosa alegría,

De vos, clara y alegre igual que una fanfarria

En la mañana chispeante,

Una quejosa nota, una insólita nota

Vacilante se escapó,

Como un niño sombrío, horrible y enfermizo

Que a su familia avergonzara,

Y al que durante años, para ocultarlo al mundo,

En una cueva habría encerrado.

Vuestra discorde nota, ¡mi pobre ángel! cantaba:

«Que aquí abajo nada es firme,

Y que siempre, aunque mucho se disfrace,

El egoísmo humano se traiciona;

Que es un oficio duro el de mujer hermosa

Y que es más bien tarea banal,

De la loca y helada bailarina fijada

En maquinal sonrisa;

Que fiar en corazones es algo bien estúpido;

Que es todo trampa, belleza y amor,

Y al final el Olvido los arroja a un cesto

¡Y los torna a la Eternidad!»

Esa luna encantada evoqué con frecuencia,

Ese silencio y esa languidez,

Y aquella confidencia penosa, susurrada

Del corazón en el confesionario.

Traducción de Antonio Martínez Sarrión

Spleen

Yo soy como ese rey de aquel país lluvioso,

rico, pero impotente, joven, aunque achacoso,

que, despreciando halagos de sus cien concejales,

con sus perros se aburre y demás animales.

Nada puede alegrarle, ni cazar, ni su halcón,

ni su pueblo muriéndose enfrente del balcón.

La grotesca balada del bufón favorito

no distrae la frente de este enfermo maldito;

en cripta se convierte su lecho blasonado,

y las damas, que a cada príncipe hallan de agrado,

no saben ya encontrar qué vestido indiscreto

logrará una sonrisa del joven esqueleto.

el sabio que le acuña el oro no ha podido

extirpar de su ser el humor corrompido,

y en los baños de sangre que hacían los Romanos,

que a menudo recuerdan los viejos soberanos,

reavivar tal cadáver él tampoco ha sabido

pues tiene en vez de sangre verde agua del Olvido.

Traducción de Ignacio Caparrós