Chantal Maillard

Tusquets. Barcelona, 2015. 184 páginas, 15€

Chantal Maillard, poeta y ensayista (Bruselas, 1951), residente en Málaga desde 1963 y más tarde en Barcelona, es una de las autoras españolas más sugestivas y profundas. Quizás porque con su voz nueva -sobre todo tras la aparición de su libro Matar a Platón (2004)-, la eleva entre otras que atendían a actitudes extremas, bien con reiteradas retóricas o por simplismos expresivos. No era fácil debatirse en aquellos momentos, fijar una voz propia, con contenido, entre el pensar y el sentir. Maillard lo logró en libros sucesivos y lo reconfirma ahora con el que presentamos.



Pensando en un lector general, no iniciado en su escritura, recomendaría dos pasos previos antes de abordar esta lectura. La primera, la de que no nos encontramos con una "constructora de poemas", y debemos señalarlo porque la concisión de sus textos nos obliga a una aproximación no engañosa. En segundo lugar, recomendaría la lectura de uno de sus libros recientes de ensayo, India (Pre-Textos, 2014), en el que reúne todos sus textos en verso y prosa sobre ese "continente", más que país, fuente de una gran parte del conocimiento originario humano. No hay que olvidar estas raíces orientales, que ella ha vivido y valorado intensamente, sin comprender adecuadamente esa capacidad de conocimiento que supone su poesía última. Viaje acaso hacia lo sutilmente revelado ("Abejas zumbando en las flores de olivo/Quién necesita un mantra") o hacia la simbología ("La inercia que conduce /siempre/al mismo punto./La creencia en el punto".)



No me refiero a testimonios concretos sobre una cultura aparente sino hacia una revelación de ideas y sentires primordiales, universales. Este poetizar se manifiesta partiendo de otra raíz más entrañable, la de la propia existencia vital, de un sentir y un pensar desde la "herida". De ahí la fuerte expresividad del título del libro, completado en el poema "Morderse la lengua" y ampliado brillantemente en el siguiente dedicado a Hadewijch.



Hay, a partir de aquí, una revelación de mensajes por medio de nombres propios (Ludovico, Hadewijch), que se acrecientan en la sección final, "Balbuceos", en la que la autora pretende volver a una realidad que los ojos ven y que velan la "herida" del ser no sólo desde un mensaje sintético. Se alargan por ello los versos y el poema adquiere más sentido de diario y o crónica. Siempre se da en este libro una invasión de la realidad a través de símbolos muy concreto (cuerpo, muerte, hambre, náusea, miedo, caída); pero frente a ello hay un afán de ir más allá -misión del poeta esencial- un "constatar/el alma/ entre los huesos"; hay también como un afán de "tregua" en el asidero de cada palabra pura, que puede ser salvación o sólo "destello".



Hay que pensar que en ese diálogo en los límites con la palabra poética (junto al "abismo") puede darse una salvación provisional en el equilibrio" y en un "centro". Salvan igualmente otros símbolos: el dormir, la sonrisa, el abrazo, el aire para el que respira consciente. Estamos ante el doble viaje: el exterior, que explica la vida y el interior que la trasciende y salva en el momento de la lucidez; viaje "al otro lado" en el que se oye "el sonido de lo eterno". A veces, esa tensión la interrumpe el irracionalismo ("polvo de vidrio para cortar los hilos", "polvo de avispas). Estamos ante un diálogo entre extremos: entre las "estrellas", que simbolizan lo eterno-inalcanzable y el extremado padecer que suponen las "alas rotas" de un hijo.



Van y vienen los poemas desde los dos o tres versos hasta la prosa poética, pero el mensaje siempre se decanta en la hondura del contenido. Piñas, mirlos, orquídeas devuelven a la autora a la realidad que alivia, pero lo que cuenta es la experiencia de ser y de testimoniar en los límites. Nos recuerda, con Hölderlin y Celan, que acaso todo sea un "balbucir". Son muchas las ideas que hay que tener presentes al adentrarnos por los caminos visibles e invisibles de este libro. No encontraremos en él desesperación sino cultura asumida, reflexión en los límites, sabiduría.

Morderse la lengua

Ludovico -maestro copista-

levanta la cabeza. Ha leído

la palabra aeternus

y no la reconoce.

Vuelve al libro. Trata

de entender. No entiene. Se

lleva la pluma a la boca.

Saca la lengua.

Varias gotas de sangre caen

sobre el pergamino



En el claustro un mirlo

entona un canto.



Ludovico no encuentra

manera de seguir.