Antonio Colinas. Foto: ICAL

Siruela. Madrid, 2014. 240 páginas, 19'95 euros. Ebook: 9'99 euros

Tratado de armonía (1991) fue el título de un libro de ensayos de Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946), al que han seguido otros dos tratados, y esa expresión, feliz, podría servir para caracterizar toda su obra poética -y narrativa y ensayística- y desde luego este nuevo libro, que es, quede ya dicho, excelente. Armonía, pues, como palabra clave, que se resuelve, sobre todo, en sentirse en armonía con el mundo, con la tierra, en saberse parte de la naturaleza y no como alguien que la contempla. Hay con ella una intimidad tan intensa que el personaje de los poemas se funde con las cosas: al Llano del Arabí le dice "te respiro profundo/ y tú eres yo,/ y yo soy tú", o se declara que "Yo mismo soy ese árbol", identidad que se extiende a todo lo existente y permite decir "ya no sé si la música/ es la mar". Esta convivencia general se sostiene sobre la certeza del ser que todo lo unifica.



Ese ser se muestra en todo y, sin embargo, es un misterio, es el misterio y vivir, vivir plenamente, será intentar desvelarlo, aunque se parte de lo imposible del empeño. Tal concepción se corresponde con la noción de lo sagrado, con las experiencias de la mística, del satori y otras semejantes, el mantra "Om/ AUM" del budismo y el hinduismo cierra uno de los poemas.



Como sucede en los textos de tales corrientes de pensamiento o religiosidad, por cuanto buscan superar lo inmediato y acceder a otra realidad desconocida, para lo que el lenguaje común y la lógica serían insuficientes, la contradicción se introduce en el lenguaje con toda naturalidad y así se habla de "música silente", que tanto recuerda a "la música callada" de san Juan de la Cruz, o "Ascendiendo en la luz,/ descendiste./ Descendiendo a lo negro,/ asciendes a otra luz", o "una nada/ que es todo". Las palabras puestas en confrontación servirían para expresar lo inexpresable.



Lo que está en juego en el vivir, y también en lo poético, es transcender a la situación y acceder a otra más allá, es entrar en un conocimiento que, retomando de nuevo del carmelita su "toda ciencia trascendiendo", se nombra aquí como "el poco saber sabiendo mucho". Y es que el camino para llegar a ese estado no exige técnicas particulares de iniciación, basta con reconocerse respirando, inhalando y exhalando el mundo en un acto de comunión tan simple como vital, basta una actitud, un sentimiento: "todo es sacro en el mundo para aquel/ que lo mira con ojos de piedad" o de poeta, cabe añadir. Convendrá anotar que esta mirada piadosa no atañe únicamente a la perspectiva y escritura poéticas, sino que se podría entender que se ofrece como instrucciones de vida: ideales de paz, de amor al otro, a lo otro, de ecología, en fin, la pietas de los latinos.



Y hay otras vías de ascensión/descenso, entre ellas la música. La música en sentido recto, pero también la música del mundo, así el eco con que responde el soto a la voz es música, se habla de la "música de las estaciones", todo es música y es que "Si no somos la música silente/ nada somos". Por supuesto, el amor, el tacto del cuerpo deseado es vía de conocimiento, de entrada en la noche luminosa. Y, al igual que la naturaleza, resultan serlo también la arquitectura y el arte en general.



Con la novedad que supone la inclusión de la sección "Siete poemas civiles" -memoria de los horrores de la guerra española, "Meditación en Castrillo de las Piedras", que es homenaje a Leopoldo Panero y que ofrecemos íntegramente en estas mismas páginas, otro al filósofo y poeta Miguel de Unamuno, etc.-, este libro es desarrollo de la poética general de Antonio Colinas, de carácter órfico -Orfeo es mencionado en un poema-, que ha dado, y vuelve a dar aquí, páginas de poesía esencial de toda excelencia, entre lo mejor de la poesía contemporánea.

Meditación en Castrillo de las Piedras (LP)

Esperando todos los días la pena de muerte

(L. M. Panero) El hijo no quería,

pero la madre dijo:

"Abre la puerta, deja

que entren los campesinos en la casa

y que suban a ver a tu padre,

al poeta ya muerto".



Moría simplemente un ser humano.

"Bebía", dijo alguien enseguida,

como deseando arrojar en su descargo

la primera piedra.

¿Cuántos padres, y acaso cuántos hijos,

no han bebido y gritado?

(Acaso él tuviera que beber

desde que hirió y desde que fue herido

-con las palabras manchadas de Historia-

por un poeta amigo y admirado.)



Luego, alguien dijo:

"Fue rojo, pues llevaba

una hoz y un martillo

de plata

en el ojal".

Y otro: "No es verdad, fue azul, muy del

[Régimen".

Como tantos,

jugó y padeció la dualidad,

la airada y extremada sacudida

de las ideologías de la Historia.

Y la Historia

le supo dar martirio y olvido.

(A él, que en las encinas

de su monte y en su palomar

pudo haber poseído el secreto

sereno

del vivir.)



"Deja que pasen", le dijo la madre

que iba a enterrar dos veces al marido.

"Deja que pasen

los campesinos",

mientras aún brillaba en sus ojos

de nieve azul

una última lágrima de ternura.

Él llegó con el coche dando tumbos

a la casa, por estrecho camino de tierra,

pero no era el alcohol ni las ideologías

la causa de aquel desequilibrio.

Desde por la mañana había sentido

el cuchillo de un frío muy extraño

penetrando en su cuerpo

y, hacia el atardecer, su corazón

estaba ya sajado.



De que el tiempo pasó se habló demasiado,

mas nadie supo o quiso recordar

una frase de Freud:

"La muerte de un padre

es lo más importante en la vida de un hombre".

¿Y en la vida de un niño?

¿Y en la vida de aquellos tres niños

llorosos y asustados?

Vino luego el caos en la tormenta.

El padre

supo vaticinar que iba a ser

"acribillado"; ahora

no por los pelotones carcelarios de San Marcos,

sino "por los besos" de los suyos.

Había llegado la segunda muerte

del padre

(no debida al alcohol, ni a las ideologías)

para ir triturando lentamente

los cuerpos y las psiques

de los desamparados.

Aunque uno de ellos, que tienen por "loco",

habló ya entonces con sabiduría

extrema

y resumió la clave de la historia:

"No has podido quitarte la capa

de superficialidad",

dijo mirando a quien le dio la vida.



Mas la mujer, con sabia intuición,

había dicho: "Deja, deja que pasen

los campesinos, abre

la puerta".

Aquel debió de ser el homenaje

mejor que el poeta

recibiera en su vida

(quiero decir, en su muerte).

Aquellas apariciones espontáneas

suponían lo mejor por encima

de palabras e imágenes que luego llegarían:

la presencia humana de la tierra

rindiendo como ofrenda su silencio

al silencio

del cadáver.



Hoy la tierra perdura, mas la casa

sin poeta ni amor,

primero fue una ruina

y hoy ni siquiera existe.

Ya no hay palomas en el palomar

de la infancia.



Se desgajó

el viejo tronco familiar

y ni siquiera silban a lo lejos

en la noche, los trenes; sólo silba

el viento helador en los hierbajos

de los raíles muertos.

Pero, al fondo, la cima tutelar

sigue dando lecciones de silencio profundo

que aún no se aprenden.

Sin embargo, el poeta

las supo eternizar en sus poemas.

"Deja, deja que pasen

los campesinos".

Aquella noche ascendía oscura

la sangre de la tierra

a lo alto de la casa,

antes que el cuerpo tornase a la tierra.

Los campesinos iban llegando lentamente

como troncos de encinas, como si el encinar

nocturno avanzase, se hubiese puesto

[en marcha.



Era agosto,

mas un hombre se abría hacia el silencio frío

de una doble muerte.

¿Quién puede arrojar en esta vida,

libre de culpa, la primera piedra?

¿Quién la arrojó?

Quizá para quedarse a solas con su muerte,

él le dijo a ella mientras expiraba: "Sal

un poco a la terraza".



En la terraza, la mujer tenía

clavados sus dos ojos de nieve azu

l en las lejanías

negras.