Derek Walcott. Foto: Domènec Umbert

Traducción de José Luis Rivas Vaso Roto. 488 páginas, 25 euros

Alguien tuvo que ser el primero. En pronunciar poesía, en escribir verso. Nació en Santa Lucía en 1930, y siempre habrá quien alegue esto como prueba de que Derek Walcott no pudo ser ese alguien: realmente, la falta de imaginación mata la inteligencia. Contra la lógica pobre de cronologías secas, Walcott empieza universos, la poesía entre ellos.



Pleno verano es eso: pleno verano. Te ciega de sol, te agota de libertad, te hace temer y desear el invierno que Eliot tanto amaba. Son cincuenta y seis años de calor y pura vida, catorce libros sin tregua ni sombra. Imaginemos que el dios de un mundo decidiera contarnos qué ve (todo), qué oye (todo) y qué tiene intención de hacer al respecto (absolutamente nada). Eso es Derek Walcott: una explicación de lo incomprensible. Es la invención de mujeres reales, como Jean Rhys: Dichoso el viajero (1981) contiene uno de los poemas más perfectos del siglo XX, y de otros siglos también, ése en el que Walcott sueña unos Sargazos nunca vistos, una niña vengadora de locas en el ático, "la blanca luz erecta,/ su mano derecha esposada a Jane Eyre,/anticipando que el traje de bodas/ será, para ella, todo en papel blanco". De La gracia (1997) se nos da todo desde el principio, con una generosidad que nos hace sentirnos culpables, porque para eso sirve la gracia, para avergonzar a quien no la merece: "Entre el paisaje de la Oficina de Turismo y el verdadero paraíso/ se extiende el desierto donde el júbilo de Isaías hizo/ que brotara una rosa temprana en la arena".



Fértil y peligrosa, a esta poesía le importa poco el estímulo exterior y su metamorfosis en idea. ¿Qué ocurre con el tiempo cuando rechazamos su linealidad? ¿Cómo sobrevive el espacio cuando decidimos que la ubicuidad es una opción, después de todo? "Todas estas olas crepitan en la cultura que viene de Ovidio", dice Walcott, y con ello niega que Ovidio esté muerto, como no están muertas las olas. Todo está sucediendo universal y eternamente. Nuestro problema no es que no sepamos reconocerlo: es que no podemos pararlo.



"Los puercos eran su negocio". En 1990, Walcott rescribe el poema más grande de todos los tiempos: no la Ilíada, sino al autor de la Ilíada. Omeros rompe el juguete de occidente, Homero el mendigo ciego que canta cóleras para desatar corazones, un mito que dice mucho de nuestra necesidad irracional de humanizar el arte. Las criaturas homéricas, que modelaron a los europeos hasta que Shakespeare nos hizo a todos shakespeareanos, tienen el DNI en regla, siguen llamándose Aquiles y Héctor y Agamenón, pero su ADN es otro, procede de espacios antillanos llenos de una luz y un mar nuevos, hablan francés y se oyen DJs de fondo, Helena es ahora toda una guerra y en la esclavitud encuentra Jefferson su Ítaca. Lo tremendo de leer a Walcott es que te llenas de fe en Walcott. Es creíble porque cree en sí mismo. "Esos fueron los pilares que cayeron, dejando un espacio azul/ para un Dios único en donde una vez estuvieron los antiguos dioses". Poetas que imitan a Homero, o lo interpretan, o lo masacran, siempre ha habido y nunca faltarán. Poetas que son Homero sólo hay uno: Walcott. Es de su misma estirpe.



Alta, fuerte, rápida, la naturaleza poética de Walcott nos empuja al ojo del huracán, a ver si nos enteramos de una vez por todas de en qué consiste vivir, morir y disfrutar del misterio de la existencia como sólo los seres humanos somos capaces. En el comienzo de todo, alguien diseñó a una diosa tremenda llamada poesía. Éste es, sin duda alguna, su Big Bang.



Nostalgia de la mar

Algo remoto brama en los oídos de esta casa;

cuelga apacible las cortinas, paraliza los espejos

hasta que los reflejos pierden su sustancia.



Algo como el rechino de un molino de viento suena

hasta parar en seco;

una ensordecedora ausencia, un vendaval.



Algo cerca este valle, agobia esta montaña,

aparta el signo, empuja este lápiz

por una espesa nada, ahora,



fleta las alacenas de silencio, dobla la ropa avinagrada

como los trajes del muerto, dejados exactamente

tal como procedió el difunto al lado de la amada,



incrédulos, esperando que alguien los lleve puestos.