Image: Las elegías

Image: Las elegías

Poesía

Las elegías

Friedrich Hölderlin

22 enero, 2010 01:00

Hölderlin, por G. Schreiner (1826)

Ed. J. A. García Román. DVD. Barcelona, 2009. 178 páginas, 25 euros.

Lejana ya aquella primera traducción de El archipiélago de Hölderlin, a cargo de Luis Díez del Corral -también la posterior lectura de su poesía completa en la edición italiana de Giorgio Vigolo-, la obra de este autor se fue abriendo paso en mí con versiones cada vez más cercanas y ajustadas. (Así, por citar un solo ejemplo reciente, los Cuarenta y nueve poemas vertidos por Antonio Pau.) Juan Andrés García Román nos ofrece ahora -como fundamentado complemento de sus versiones de Poemas a la Noche y otra poesía póstuma y dispersa- las grandes elegías del poeta alemán, muy rigurosa y fielmente traducidas, preocupadas siempre por aspectos formales, pero salvando ese contenido esencial de la poesía de Hölderlin, que siempre debe ser prioritario al traducirlo. Precisamente la gran contradicción que se dio en la obra de este autor -pugna más bien- entre historia e intimidad, entre realidad e idealismo trascendente, entre anécdota y esencia, lo hace especialmente delicado a la hora de trasladarlo a otra lengua. Aquí se supera esta prueba decisiva.

Su poesía sigue resistiendo la prueba del paso del tiempo y las añagazas de la historia presente, aunque su rica simbología sea poco acorde con un tiempo como el nuestro, abrumador en la ligereza y disparidad de sus mensajes y por el descenso del concepto mismo de poesía, sometido a una mera tarea intelectual, alejada de valores intrínsecos y de la misma condición del poeta. Por eso, Hölderlin pone en sus versos al hombre de nuestros días ante lo esencial: "¿Y para qué poetas en tiempos miserables?", "lo que perdura lo fundan los poetas", "¿Y por qué este silencio en los antiguos y sagrados teatros?" O el clamor a los "celestiales" y a los valores de la Hélade son revulsivos que se entreabren para señalarnos de dónde brota la luz del conocimiento esencial. Acontecimientos como la Revolución Francesa -el grande y fallido afán para él de una "sociedad nueva"- sus conocimientos filosóficos o su arraigado cristianismo, son pilares de su obra; pero a la vez hay en él esa voz única que se distingue de las demás y que la hace perdurable.

En "El Archipiélago", la primera de las elegías que abre este libro, se aprecian algunos de esos pilares, como su idealización del mar, las islas y los héroes griegos, traspasados por la vivencia histórica de la batalla de Salamina o por la significación de Atenas. Pero es el aliento lírico el que nos turba, ya desde el arranque del poema ("¿Florece Jonia?", "¿Es tiempo?"), hasta los dos rotundos versos finales en los que Hölderlin conduce al lector al centro esencial de su mensaje: "y, si entre los mortales, sacuden la miseria y la locura mi mortal existencia/ entonces yo te pido que me dejes recordar al silencio en tus profundidades"."Miseria" y "Locura" nos remiten directísimamente a la vida del poeta, a esa fusión entre vida y obra, prioritaria en él. Porque no hay poesía sin destino, ni es concebible ésta sino como un gran don y no como un mero ejercicio del lenguaje.

Nada pudieron, pues, los asaltos de la realidad, ni las reservas de un Goethe, cuando el poeta estaba dando con la palabra inspirada; un proceso que observamos, de manera especial, entre 1800 y 1801, cuando va componiendo estas elegías, de referencia en la lírica alemana y europea. Ya un año antes había compuesto el "Lamento de Menón por Diótima", una de las más emocionales, expresión de las cartas y encuentros secretos con Diótima (Susette Gontard). El poeta regresa de Homburg a la casa materna y luego a Stutgard, cerca de su amigo Landauer. Por ello, amor, familia y amistad son factores que llevan a los versos de estas elegías a una mayor intimidad y trascendencia. Y siempre encontrándonos en ellas con la presencia de la naturaleza -elemento regenerador del mundo y de la mirada del poeta-, en muy bellos frisos paisajísticos, en fragmentos de "El pasajero" o "El paseo campestre". También de "Stutgard", donde la plenitud otoñal nace de una recreación de la figura de Dionisio, "amante de la paz", y del símbolo del vino, que vuelve a rescatar en "Pan y vino", una de sus más brillantes elegías. Acallados "héroes" y "celestiales", aparece la figura de Dionisio-Cristo "como la figura -escribe García Román- de un redentor capaz de acomodar la historia, como siempre Hölderlin quiso, como una armonía astral". Entonces, el poeta silencia la grandilocuencia de los grandes símbolos para ofrecernos expresiones que cortan los largos versículos con una verdad y una concisión maravillosas: "Padre, serena luz".