Philip Kerr. Foto: Antonio Moreno

Traducción de Efrén del Valle y V.M. García de Isusi. RBA, 2015. 406 páginas, 15€

Los caminos, a menudo tortuosos, del fútbol, el fútbol profesional, de maletines que cambian de mano y contratos archimillonarios, y el noir se cruzaron por primera vez en 1939, el año en el que se estrenó El misterio del estadio del Arsenal, de Thorold Dickinson. En la película, un Leslie Banks detective debía investigar el asesinato de un jugador. El tipo estaba jugando y de repente había caído muerto. Todo un misterio hasta que se descubre que había sido envenenado. El filme estaba basado en una novela de Leonard Gribble, un desconocido autor pulp, al que Philip Kerr no cita ni una sola vez, aunque sí cita a menudo la cinta de Dickinson. No en vano, su narrador es un ex futbolista que ha llegado a segundo entrenador y que tiene alergia a las novelas de misterio. Lo único que tiene en la cabeza es fútbol. Su chica, Sonja, una psiquiatra que a menudo se pregunta qué hace saliendo con un tipo que jamás la llevará al cine un sábado, empieza a estar harta. Pero ése no es el único problema de Scott Manson.



A Scott se le acumulan los problemas. Uno de sus mejores amigos, Matt Drennan, toda una ex estrella del fútbol que ha tenido escarceos con la cienciología, una breve e ignominiosa carrera en Hollywood, ha sufrido más de una bancarrota y protagonizado más de un escándalo, acaba de suicidarse (se ha colgado de las verjas del Wembley Way). Pero la cosa no acaba ahí. Alguien ha cavado una tumba en el centro del campo del London City, el equipo del que Manson es el segundo entrenador, y ha dejado caer la fotografía del primer técnico del equipo, Joao Gonzales Zarco en ella. Obviamente, el cadáver de Zarco no tarda en aparecer. He aquí el misterio que teje Kerr en su primera novela post Bernie Gunther, post todo aquello que tenga que ver con la Alemania nazi, un noir que sumerge al lector en el día a día de un equipo de la Premier League, y lo más sorprendente es que ese día a día es muy aburrido. Los sospechosos se multiplican en un entorno en el que todo parece podrido: desde las negociaciones con los agentes hasta las declaraciones en la sala de prensa (¿no se llega a temer que todo sea obra de los qataríes, a quiénes no ha debido gustarles lo que Zarco ha soltado en rueda de prensa sobre el país que acogerá el Mundial en 2022?). En estas, el magnate ruso que preside el club le pide a Manson que descubra, antes que la policía, al culpable.



Y entonces ocurre lo siguiente: que Manson no tiene madera de detective. No la tiene narrativamente hablando. Porque no investiga, se lo encuentra todo investigado. Se va topando con pistas, formula alguna pregunta y saca conclusiones que (casi siempre) resultan acertadas. Se nota que Kerr se ha empeñado en crear un (falso) detective de vestuario con el fin de no salir ni un momento del pantanoso mundo del fútbol, con el fin, quizá, de no tener que juzgarlo desde fuera. Cuando, a buen seguro, la historia hubiera ganado (en calado y profundidad) si el detective hubiera sido otro. Sobre todo, a juzgar por el giro final más propio de un principiante que de un maestro del género. La moraleja, en palabras del propio Zarco, es la siguiente: no se puede jugar al fútbol bajo los focos sin que haya sombras. Kerr acaba de toparse con algo (un intento digno de convertir el fútbol en materia narrativa pero insuficiente considerando de quien proviene) que ensombrece su brillante trayectoria.