A fuer de repetirme, volveré a insistir en que una de las grandezas de parte de la mejor creación estadounidense estriba en hacer suyo el espíritu de las vanguardias sin necesidad de visibilizar excesivamente el carácter rupturista que anima a las mismas, sino, antes bien, inscribiéndolo en una secuencia evolutiva lógica de muchos de los antecedentes que la hicieron grande.

Cuando hace tres décadas conocí las propuestas de los hermanos Hernandez (Mario, Jaime y Beto), californianos hijos

de padres mexicanos, uno de los aspectos que más atrajo mi atención fue la perfecta síntesis que en ellos anidaba de sumar la herencia de los tebeos que habían marcado su infancia (una de las más evidentes eran las peripecias de Archie) con un presente al que autores como Robert Crumb o Gilbert Shelton venían insuflando desde mucho antes unos aires de veracidad poco transitados en el ámbito de la historieta.

Mario se descolgó pronto de todo aquello, pero Jaime y Beto, con el auxilio del sello Fantagraphics, que apreció todo el

talento que bullía en sus modestas ediciones, siguieron creciendo desde entonces hasta hoy, como un paradigma de lo que algunos de los necesitados en etiquetar las cosas han denominado a menudo como “cómic literario”. Bien es cierto que, en esa absurda necesidad de decantarse por uno yo fui más de Beto, pero en cuanto Jaime Hernández (1959) fue prescindiendo de los elementos fantásticos en sus historias iniciales para potenciar el naturalismo acabé por difuminar aquellas preferencias y a saborearlos con igual intensidad.

La saga de Jaime, que aquí hemos convenido en sintetizar bajo el título genérico de Locas, es un paseo prodigioso por las almas de unos personajes tan confundidos por la vida como nosotros mismos, pese a lo particular de su idiosincrasia. Pocos, en efecto, pensarían a priori que las vidas de esos seres a la deriva, y especialmente de sus dos y poderosas protagonistas, podrían constituir un reclamo para la atención de aquellos cuya juventud no hubiese estado marcada por la manera de encarar su presente por las tribus punkis de los ochenta.

Pero es lo cierto que Maggie (Margarita Luisa Chascarrillo) y Hopey (Esperanza Leticia Glass) yerran y aciertan con sus decisiones igual que cada uno de nosotros y que su desconcierto, mayor a medida que las dos han ido creciendo, es idéntico al que embarga a cualquiera, mientras el cuerpo va dejando de ser ya un fiel aliado para acusar el paso del tiempo.

Con un oído especial para tratar las conversaciones, que también he apreciado siempre en nuestro Carlos Giménez, Jaime nos lleva en esta ocasión a ser testigos de un fin de semana de estas dos maduritas incombustibles en el barrio de Hoppers y en el que transcurrieron su infancia y juventud, sin saber muy bien con qué van a encontrarse en ese regreso y sobre todo las secuelas del devenir que hallarán en sus amigos de antaño (qué grandes son los secundarios de este creador). ¿El pretexto? Una reunión de antiguas bandas punkies que conformaron la banda sonora de su desarrollo.

Hopey es lesbiana y Maggie es bisexual y eso ha marcado siempre su relación personal, y aflorará durante estas horas de reencuentro, pero Jaime Hernandez nos acostumbró desde el principio a ver con la mayor de las naturalidades las identidades sexuales o raciales de unas criaturas que terminaron por desbordar el territorio de la ficción para crecer a nuestro lado como lectores haciéndonos saber que hasta el desamparo puede contribuir a hacernos libres.