Traducción de Damià Alou. Anagrama. Barcelona, 2017. 60 páginas, 19,90 €

Chumy Chúmez, al que no olvido ni un día, era dado a que jugáramos a confeccionar listas con los mejores dibujantes, escritores, pintores, cineastas... Y, con la misma proverbial agudeza que poseyó para concebir Hermano Lobo en un momento de desfallecimiento del humor español, siempre que elaborábamos las de humoristas sacaba a relucir la figura de Glen Baxter, o El Coronel Baxter (Leeds, Reino Unido, 1944), lo que no me sorprendía teniendo en cuenta que nuestro genial dibujante había sido el padre de Una biografía, obra maestra del collage patrio al servicio de la sátira, y en muchos sentidos superior a los trabajos de Max Ernst en ese ámbito, como La femme 100 têtes o Une semaine de bonté.



La editorial Anagrama, introductora en España de tantos buenos autores anglosajones, ya probó fortuna en su día con un libro de Baxter, El rayo inminente, pero en aquel momento, y exceptuando su buena acogida entre un pequeño círculo de lectores que lo convirtió en una obra de culto, no tuvo el eco que se merecía. De manera que, aun siendo muy escéptico con el papel que podemos desempeñar los reseñistas en estos tiempos, quisiera creer que esta llamada de atención sobre un nuevo título del británico en el catálogo de este sello, Casi todo Baxter, podría servir para evitar que la historia volviera a repetirse.



Estudiante de Bellas Artes en su localidad natal, El Coronel no acabó de encontrar su identidad hasta que no reparó en que los más que modestos ejemplares de novelas populares e infantiles que había ido atesorando podían ser el punto de partida para una subversión similar a la que Ernst había practicado a base de manipular ilustraciones decimonónicas para conferirles un nuevo sentido... o, en su caso, un sinsentido.



Lector con aprovechamiento de Kakfa y sobre todo de Raymond Roussel, tan adorado por los surrealistas como los artífices del nouveau roman, y degustador de las obras de Magritte, De Chirico o el mencionado Ernst, Baxter empezó a copiar unas imágenes que ya eran pobres de por sí, tan pobres como estereotipadas, pero que tenían el aura de haber servido como vehículo para la iluminación de relatos presididos por la aventura o el misterio, en las que introducía elementos de su cosecha que proponían una contradicción incongruente, y que él subrayaba además con un pequeño texto al pie de aquella mixtura presidido por el tono afectado y pomposo de aquellos, por lo general, mediocres narradores, todo lo cual desembocaba en el desencadenante de una risa sutil que se generaba en el lector ante aquella apología del Caos.



Encumbrado enseguida por una corte de fieles devotos, El Coronel no ha cesado de repetir que lo suyo ni es humorismo, ni es cómic, ni es sátira... sino que es Arte, lo que hay que tomar también como parte de ese calculado cuestionamiento de las fronteras entre disciplinas que le llevó a anunciar en 1977 que había estado a punto de lograr el premio Nobel de Literatura, justo el año en que lo consiguió nuestro compatriota Vicente Aleixandre.



Con las mismas, y pese a que él se reclama en parte deudor de los Hermanos Marx, yo le he hallado siempre emparentado con el mejor humor británico, encarnado sobre todo en las propuestas televisivas y cinematográficas de los Monty Python, y que sigue cobrando un mayor interés en tanto en cuanto su cuestionamiento de la realidad camina en paralelo a la constatación de que la posverdad trata de controlar nuestro juicio.



Ojalá Anagrama tenga fortuna ahora con esta antología preparada por los mentores de The New York Review of Books y pueda irnos ofreciendo gradualmente las recopilaciones que este auténtico genio ha ido regalándonos desde 1975, auténticas cumbres de la mejor paradoja y oasis de perplejidad para mentes cultivadas que se aferran al calculado desconcierto como tabla de salvación frente a la hegemonía del pensamiento único.