Image: La canción de los gusanos

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Novela gráfica

La canción de los gusanos

Álex Romero y López Rubiño

17 diciembre, 2010 01:00

Viñeta de La canción de los gusanos

Norma. 112 pp, 16 euros.


En su carta abierta al presidente Wilson, Bertrand Russell le señalaba el daño inconmensurable que estaba causando la I Guerra Mundial y, amén de advertirle de los millones de muertos, le puntualizaba que la civilización se había degradado. "El miedo ha invadido el ser más íntimo del hombre", le decía, "y con el miedo ha aparecido la ferocidad; el odio se ha convertido en una norma de vida, y el daño ajeno es preferido al beneficio propio; las esperanzas de un progreso pacífico, con las que pasamos nuestros primeros años, están muertas y no pueden revivir jamás".

Aquella contienda, que abrió como pocas una fractura entre su antes y su después, ha tenido en el historietista Jacques Tardi uno de sus mejores narradores, pero la proeza de Álex Romero y López Rubiño ha estribado en darle una vuelta de tuerca más al plantearla como una dramaturgia clásica a la que la poesía, una poesía que pocas veces he visto en el tebeo español, va haciendo cobrar forma. A los vivos, como explica su guionista, les corresponde ejercer de héroes y de cobardes, en un reparto previo llamado a ser alterado por el devenir de su desarrollo, y a los muertos, que hablan mucho en este libro, entrar y salir de escena como un contrapunto felizmente encadenado. Sólo los gusanos, como también nos advierte, saben cómo terminará todo aquello, aunque una inmensa piedad de la que el texto hace gala ponga fin al mismo en el momento en que los autores deciden que ha de caer el telón.

Hay dos protagonistas, o mejor podríamos decir un protagonista y un deuteragonista, que se intercambiarán cuando sea preciso los papeles: Vernon Thomas, al que un fantasma le avisa de lo que le aguarda, y David Empson, que también recibe del mismo su futuro. Uno predestinado a ser el héroe y otro a ser el cobarde, que, a partir del instante en el que dejen aflorar sus deseos, serán tan rehenes de su sino como de un reparto de personajes que carecerá de sentido si cualquiera de ambos somete a revisión el suyo.

Cada uno acepta inicialmente su máscara, subrayado por el dibujo mediante el enorme parecido de todos ellos, peones del designio de sus dos talentosos creadores. Y, a partir de ese instante, a través de un escenario de ruinas, muertos y muchos gusanos -"los muertos nada ven y nada oyen salvo la canción de los gusanos"-, cada cual expone sus razones y sus puntos de vista que se van tensando hasta resultar irreconciliables. Es al lector, como en las mejores novelas de Conrad, al que le tocará juzgarlos.

Todo aquí es un canto, un inmenso Te Deum, que no se ofrece a un Dios que permanece ausente, que habla de la complejidad de ser fiel a uno mismo y de serlo también a lo que a cada uno pueda diferenciarle del otro. ¿Dónde empieza, y por qué, la grandeza del hombre y dónde su miseria? El lamento de Romero y López Rubiño es verdaderamente cósmico y hace aflorar la enormidad del desastre que suponen esas guerras que nos legó Caín (de ahí su guiño a uno de los grabados de Goya sobre esa lucha por la Independencia en la que la justicia parecía no alinearse con ninguno de los bandos en pugna).

Nadie escapa a todo ese dolor, y menos que nadie las mujeres, invitadas a participar como víctimas de género (¡qué hallazgo visual el ocultamiento de sus rostros!) en una barbarie que, en manos de estos creadores, constituye un gran poema universal.