Miguel Ángel Hernández

Anagrama. Barcelona, 2018. 312 páginas. 17,95 €. Ebook: 9,49 €

Admitamos que la autoficción ha alcanzado un punto en el que un chiste a su costa en Twitter despierta mayor expectación que una nueva obra. En contrapartida, convengamos en que parte del agotamiento se debe a la banalidad del término: con la propia biografía, un escritor puede hacer todo tipo de cosas. Ahora, Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) publica El dolor de los demás, una novela que cabe considerar autoficción, y el resultado es muy valioso. El punto de partida es este: a mediados de los 90, cuando el autor era un adolescente desubicado en la huerta murciana, su mejor amigo se convirtió de pronto en fratricida y suicida: una noche, mató a la hermana y se lanzó por un barranco. ¿Hay aquí una historia que contar? Probablemente, pero lo importante es qué se hace con ella.



Para el lector de Hernández, este giro de su narrativa resulta, a priori, imprevisto: Intento de escapada y El instante de peligro eran proyectos vertebrados por ideas estéticas densas que se ambientaban en el mundo del arte y la academia. Por eso, encontrarse a un narrador suyo en el bar Yeguas, de palique con los paisanos de toda la vida, resulta llamativo. Una lectura mínimamente lúcida desbarata enseguida la sensación de ruptura: para la identidad del autor que concierne al lector (esto es, la literaria), El dolor de los demás es una ampliación pertinente de su campo de batalla habitual, a saber: las preguntas acerca de los modos de representación, el poder creador (o "performativo") del lenguaje y la imaginación, o la presencia activa del pasado en el presente. Quizás sobresalga el énfasis en la deriva ética de esos cuestionamientos. Cuando el narrador anuncia que va a escribir sobre el viejo crimen de su amigo Nicolás, al fin sus conocidos de la Huerta empiezan a entender en qué consiste ser escritor: "Iba a escribir algo que incumbía a todos. Por primera vez, lo que yo hacía, mi trabajo, parecía tener cierto sentido". Eso conduce a Hernández a sentir "una responsabilidad con la realidad".



El dolor de los demás es un libro que trata sobre su propia reescritura: el autor arrancó el proyecto pensando en su propio dolor y desarraigo. Le tentaba concebirlo como una investigación detectivesca: aclarar las circunstancias y motivos del crimen, darle a su narración hechuras de thriller… Llevado por esa idea inicial, Hernández tenía decidido incluso cuáles serían los "instantes narrativos" decisivos. El más importante iba a ser la revisión de su propio testimonio en 1995 para un informativo de RTVE. Sin embargo, cuando al fin localiza ese vídeo y lo afronta, no ocurre nada. Indiferencia. En cambio, una imagen extraída azarosamente del álbum familiar (por lo tanto, incontaminada por lo mediático) será la que ocupe ese lugar inflexivo, allí donde el libro deja de ser autoficción para convertirse en una mirada hacia el otro, una reconfiguración del pasado: por usar una expresión de Didi-Huberman, "el lugar donde arde" esa fotografía es su margen, allí donde la víctima, cuando aún no lo era, aparece por casualidad. Hernández recupera una foto privada sin buscar nada en ella, y topa con la presencia de la Rosi. La hermana asesinada. Llegar a este nombre y darle vida se convierte en el verdadero núcleo de la novela, y será la razón de su reescritura. Después, hay otras cosas: la reconciliación con el origen social, la captura de la propia identidad entendida como "lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte", las confesiones más o menos impúdicas, las ambigüedades morales: autoficción, de acuerdo. Sometida a crítica, problematizada, indagada, consciente de su "simulacro". Y al fin, salvada de ese simulacro.



@Nadal_Suau