Mircea Cartarescu. Foto: Fil Gonzalo García

Traducción de Marian Ochoa de Eribe. Impedimenta. Madrid, 2017. 800 páginas. 28 €

Reconozcámoslo. No hay nada más aburrido que escuchar (o leer) los sueños de los demás. Salvo, quizás, si quien los cuenta es Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956). Al fin y al cabo, su magno Solenoide (2015) no es más (ni menos) que eso. Un gran sueño, visto en sus dos acepciones: evasión y deseo, anhelo y fantasía. Son estos además los dos ejes sobre los que gira esta desbordante (pequeña) gran historia sobre un apocado profesor de instituto, a la postre escritor frustrado, que vierte en sus psicóticos diarios no solo sus recuerdos de infancia y adolescencia, no solo el vacío de su vida adulta, también sus miedos más inconfesables. Todo ello forma parte de una misma realidad. De algún modo se retroalimenta.



El protagonista escribe convencido: "Si no existieran los sueños, jamás habríamos sabido que tenemos alma. El mundo real, concreto, tangible, sería lo único que existe, el único sueño permitido y, en tanto que único, incapaz de reconocerse a sí mismo como sueño. Dudamos de él porque soñamos". Sus sueños, no obstante, están repletos de horribles imágenes, muchas son fantasmagóricas pesadillas, a través de las cuales mide la realidad de su día a día, que es a su vez triste y oscura. Al menos hasta que aparece en su vida el solenoide, la enigmática bobina energética que da título a esta subyugante novela.



La estética de Solenoide viene de algún modo apadrinada por los desvelos oníricos de Nicolas Vaschide y las filigranas tecnológicas de Nikola Tesla, éste último padre putativo del solenoide, engendro mecánico con el que Cartarescu hace verdadera magia. Bastará con pulsar el interruptor del aparato para que el lector se vea suspendido, como sus protagonistas, en un mundo de fantasía más físico de lo que uno quisiera admitir. Así de intensa es la lectura de estos pasajes, toda una experiencia tremendamente difícil de compartir aquí en unas pocas líneas.



Pero si una visita al "lado salvaje" de esta novela resulta embriagadora, no menos intenso se presenta el acompañar al protagonista por las desnudas y moribundas calles de una Bucarest levantada sobre hierro y cemento, aquí dibujada magistralmente a través de un realismo imponente, frío y gris, que choca de frente con esos otros aires pesadillescos, casi lovecraftianos, que recorren Solenoide. Igualmente fascinante resulta asistir a esas reuniones de profesores sepultados por la rutina, en un muy crítico retrato soterrado del régimen de Ceaucescu, nada complaciente.



El cómo consigue Cartarescu intercalar atmósferas tan dispares resulta simple y llanamente admirable y quizás radique ahí el secreto de su éxito, en esa capacidad para igualar el tono de una narración que se mueve entre tantos mundos, todos ellos retratados con precisión de entomólogo. No por nada, los bichos, la vida microscópica, poseen una importancia capital a lo largo de está novela cósmica de aires decimonónicos, única en su género. Para hacerse una idea aproximada de en qué submundos se mueve Solenoide, tan solo se me ocurre un juego macabro: imaginen una historia de Franz Kafka (aquí el gran homenajeado) filmada (a su bola, cómo no) por David Lynch, a ver qué les sale. Las referencias a Borges terminarán resultando, por otro lado, inevitables. Tampoco Cartarescu querrá ocultarlas. Solenoide es un perpetuo homenaje a los lectores, también a la misma historia de la literatura.



En el posfacio que acompaña a esta elegante primera edición en cartoné (la segunda, según se ha anunciado, será en rústica), Marius Chivu califica a Cartarescu de narrador "lírico-fantástico-metafísico", y no se me ocurre mejor definición. Solenoide no deja de ser un ejercicio estilístico supremo, que incurre, como todo tocho que se precie, en una serie de excesos: un quizás demasiado rimbombante uso del lenguaje (sobre todo del lenguaje técnico o científico), algún que otro ramalazo de cursilería (a Solenoide, en ocasiones, se le ven las costuras de "novela de poeta"), una cierta tendencia a sublimar lo cotidiano (todos hemos ido con miedo al dentista), y, sobre todo, un imperdonable (por pueril) abuso de la palabra "socorro" a lo largo de diez páginas completas.



Con todo, dichos excesos (defectos) son absorbidos por el artefacto que es Solenoide, toda vez que pueden achacarse al protagonista de la novela, ese frágil letraherido que mientras desgrana en sus diarios sus frustraciones humanas y sus temores más íntimos va creando involuntariamente la más grande e insospechada de sus obras literarias, una suerte de bola de nieve de palabras, dotada de una poética propia y delirante, también errática, finalmente peligrosa, que lo consumirá.



Solenoide no es una obra maestra, ni falta que le hace. Le ocurre igual que a La broma infinita (1996), de David Foster Wallace, obra con la que comparte no pocos paralelismos. Ambas son novelas totalizadoras de las estéticas de sus autores, ambas funcionan como catálogos razonados de sus filias y sus fobias. En Solenoide, obra personalísima como pocas, nacen y mueren todas las vidas de Cartarescu, también, cómo no, todas sus literaturas. Empiecen o terminen por aquí, da igual. Pero léanla. Porque por su contundencia y ambición, Solenoide está llamado a convertirse en uno de los títulos importantes de lo que llevamos de siglo.



P.D.: Resulta imposible no alabar la impecable traducción que se ha marcado aquí Marian Ochoa de Eribe, conocedora en profundidad de la obra del rumano, cuyo trabajo se antoja perfecto. Ella es en gran medida responsable de que la lectura de Solenoide se termine convirtiendo en toda una experiencia inolvidable.



@FranGMatute